El bloqueo humanitario | El Nuevo Siglo
Foto El Nuevo Siglo - Pablo Uribe
Sábado, 23 de Febrero de 2019
Pablo Uribe Ruan

No solo era un anhelo venezolano. Vestida con botas que le daban en el tobillo, Beatriz Almazán Romero, una viajera mexicana de unos 55 años, estaba sentada sobre el planchón de la cuarta tractomula en el puente internacional Simón Bolívar, para acompañar “hasta donde sea” la posible entrada de la ayuda humanitaria a Venezuela. “Me atreví a venir de aventón con un grupo de venezolanos. Yo los veía cuando cruzaban Ecuador y Perú. No es justo que alguien pase por eso, por eso vine apoyarlos”, dijo.

Ella, con unas 25 personas más, estaba montada sobre uno de los camiones que transportaba las 280 toneladas de medicinas y alimentos de primera necesidad. Al frente, la escena era calcada, dándole esa imagen heroica que muchos esperaban: el pueblo encima de la ayuda, custodiándola, cuidándola.

 

Tienditas

Tienditas

Foto Pablo Uribe - El Nuevo Siglo.

Dos horas antes, Juan Guaidó, presidente interino de Venezuela, había sido enfático en calificar la ayuda como una “intención pacífica y multilateral”, sin desconocer que “mientras estamos aquí, hay algunos que solo cargan asesinatos”. El viernes, en la frontera con Brasil, el régimen de Nicolás Maduro había asesinado a indígenas pemones, que buscaban desbloquear la zona limítrofe para el ingreso de los insumos humanitarios.

A su espalda, en distinto colores y tamaños, estaban estacionadas 14 tractomulas y camiones que, minutos más tarde, se dividirían en grupos de cuatro y algo más. Tras el cierre de la rueda de prensa de los presidentes, sus bocinas retumbaban queriendo llegar hasta los oídos de los guardias, ubicados en hilera al otro lado de la frontera. “Aquí hay ayuda de Estados Unidos, Chile y Puerto Rico y de un cantante colombiano (Yatra)”, le dijo una funcionaria a este Diario. “Son 280 toneladas”.

Los voluntarios (que se contaban por decenas de miles provenientes de Venezuela, Colombia y otros países) celebraban la salida de los insumos, con llantos o risas; al fin y al cabo, celebraban. “Tenemos medicinas y alimentos para personas que enfrentan un proceso de desnutrición severa”, contó uno de ellos.

Sin anuncio previo, los grupos de tractomulas se empezaron a dividir, en una operación relámpago. Unas iban para el puente Santander (el de Ureña), otras para el Simón Bolívar y otras permanecían en el de Tienditas. Las primeras, por la cercanía, ya le sacaban ventaja a las demás. Ese puente, después, iba ser el mejor resumen del día: una esperanza bloqueada, pero que pisó Venezuela.

En Tienditas, convocados en reunión permanente, Guaidó, Piñera, Duque, Benítez y Almagro seguían la jornada. Unos metros adelante de este centro de operaciones (ni siquiera 1 kilómetro), permanecían -tumbadas en desorden, algo esquinadas- las cisternas que Maduro había mandado a poner semanas atrás, para impedir el ingreso de la ayuda.

 “Esto es una vergüenza para el mundo que un ilegítimo y usurpador obstaculice alimentos y medicinas para el pueblo venezolano”, dijo a EL NUEVO SIGLO el diputado por Aragua, Carlos Lozano, cobijado por una bandera larga de su país. “Han restringido carreteras, el espacio aéreo”, espetó.

No sonaba un alma en el puente de Tienditas. Pero en los otros puentes había más movimiento -violento- del que se esperaba. Ya había heridos. Y más tarde, dos muertos.

Envuelto en un verde olivo, un coronel de la Fuerza Aérea Nacional Bolivariana se acercaba a este centro de acopio. Confirmaba así que, lejos de los rumores, era cierto que el madurismo perdía hombres en sus filas. El oficial, por su condición migratoria, se negó a dar declaraciones e iba rumbo a la oficina de Migración Colombia.

A eso de las 7:30 de la mañana tres miembros de la Guardia Nacional habían desertado, luego de que manifestantes alzaran las vallas que dividen la frontera y las botaran hacia el Río Táchira. Ese número al caer la tarde terminó siendo de 60 desertores, quienes hoy amanecen en Cúcuta sin el miedo a que -como le ocurrió a un oficial de 28 años en Ureña- fueran asesinados por abandonar al régimen.

 

Simón Bolívar

Pablo

Foto Pablo Uribe - El Nuevo Siglo.

La entrada de Tienditas se parecía, de alguna manera, a la plaza de la Revolución, en Bucarest, 1989, cuando la dictadura de Nicolae Ceausescu terminó. Agolpados frente a los camiones, los venezolanos se montaban en los planchones, lanzaban consignas en contra de Maduro y su cúpula, y se alistaban para el envión humanitario.

Las cuatro tractomulas tomaron el anillo vial de la ciudad, una autopista despejada que termina en La Parada, Villa del Rosario, donde se cruza desde Colombia a Venezuela. La escena era, por decir poco, de frenesí. De un sentimiento de triunfo colectivo, merecido, sobre todo. “Y ya cayó, y ya cayó, este gobierno, ya cayó”, cantaban.

Al fondo, en el puente, ya se veían los gases lacrimógenos: no había voluntad para que entrara la ayuda. Un voluntario de 65 años alentaba a la muchedumbre a que avanzara: “Vamos todos. Van a llegar esos camiones. Tiene que llegar esta ayuda por lo menos a San Cristóbal”, vociferaba por los micrófonos, mientras se oía algo de música llanera.

Pero no fue así. Debajo de la valla fronteriza que reza “Bienvenidos a Colombia”, Lenar García, un voluntario vestido de chaleco azul, se carcomía del dolor por el intenso efecto de los gases lacrimógenos. “Se acercaron a la mitad del puente para atacar al lado colombiano”, dijo.

Más adelante, Michael -mulato de unos 19 años- tomaba aire y se preparaba para entrar de nuevo en la parte delantera del puente. Tranquilo, contó que “trabajaba vendiendo jugo en Venezuela, pero, coño, acá   estamos echándole pa’lante”. “Vivo en la calle (en Cúcuta) y en cada esquina que me caiga la noche, ahí me quedo dormido”.

Cada venezolano en el puente Simón Bolívar tenía alguna historia -casi siempre dramática- que contar. No había, por eso, nada que perder yendo al frente de la “guarimba” (barricada). Aunque la edad, para esquivar, saltar y correr, sí era un factor determinante. Por eso, José Tapia y su esposa Jennifer, dos vendedores de golosinas en La Parada, prefirieron contemplar la lluvia de gases desde la barrera: desde su puesto de dulces.

 “Si esto no entra hoy, ya no entra”, dijo José. “El país tiene que enrumbarse, como decía Chávez, y salir todos los estados para tumbar al gobierno. Ya está bueno de tanta necesidad”. A su lado, su mujer, Jennifer, se lamentaba de las condiciones de vida en Venezuela. “Soy abogada, pero como no estaba con los bolivarianos, me sacaron”, explicó.

El concierto de piedras que volaban por encima del Simón Bolívar tenía vocación de permanencia. El represor, a diferencia de otras manifestaciones, podía bloquear, pero no capturar, al menos del lado colombiano. Sin embargo, la razón principal por la que estaba la gente, la ayuda, seguía quieta. Y en Ureña, ya había sido quemada, robada y rescatada una parte.

 

Ureña

Pablo

Foto Pablo Uribe - El Nuevo Siglo.

Mientras que la gente iba y venía para echarse vinagre en la cara (la mejor forma de resistir los gases), llegaban reportes de que la Guardia Nacional había quemado dos gándolas (tractomulas) en Ureña.

Más estrecho, corto y, como si Venezuela fuera a un paso, a un salto, el puente de Ureña este sábado se convirtió en el centro de la ayuda humanitaria. Por allí, cruzaron -unos 10 metros- y fueron quemados dos de los cuatro vehículos con destino a la ciudad fronteriza. Por allí desertaron unos guardias y, del otro lado, murieron dos manifestantes.

Ureña intentó ser lo que Tienditas fue el viernes: la esperanza materializada en la gente y en la ayuda. Pero terminó siendo el terreno de la amargura, ante el embate de “lesa humanidad” de Maduro contra sus connacionales.

A eso de las 4:30 de la tarde una de las tractomulas quemada seguía echando ráfagas de humo negro, que dificultaban la visión de la hilera de guardias antimotines al servicio de Maduro, al servicio de Cuba.

La caravana humanitaria, un poco antes de las dos de la tarde, estuvo a punto de pisar Venezuela. Una labor que luego, en una lluvia de gases, terminó con la quema de dos tractomulas, el robo de una de ellas y el retroceso de otra.

“Los que quemaron la gándola fueron los de la Policía de Venezuela cuando avanzábamos con la ayuda”, le contó a EL NUEVO SIGLO la diputada Gaby Arellano, encargada de gestionar la entrada por este puente.

Entre humo y bolsadas de piedras, y manifestantes que se colaban por la parte de abajo del puente, salían camillas con heridos de la parte delantera del puente. Uno de ellos a causa de un impacto de bala. Al menos 285 personas fueron atendidas en los puestos de salud ubicados del lado de Colombia, según le dijeron funcionarios a este Diario.

No fue el final de la ayuda humanitaria, como dijo, decepcionado, aquél vendedor en La Parada. La mayoría de productos están guardados en Tienditas, aguardando un nuevo aviso. En tanto, más militares siguen desertando y Maduro, ahora sí, se echó el mundo encima.