Gumilev y el nacionalismo ruso que admira Putin | El Nuevo Siglo
LEV Gumivel, interprete y teórico de la doctrina nacionalista passionarnost
Sábado, 26 de Febrero de 2022
Pablo Uribe Ruan*

La invasión a Ucrania empezó el mismo 23 de febrero, “Día de la Fiesta de los Defensores de la Patria”. No podía ser una semana antes, tampoco horas después. Para Vladimir Putin las fechas patrias llenan de sentido sus aspiraciones expansionistas, que este miércoles continuaron con la ofensiva en el país más importante para su interpretación de la Gran Rusia, Ucrania.

En su oficina en el Kremlin, dos días antes, Putin había hablado del “genocidio” que Occidente estaba permitiendo en el Donbás (Donestch y Lushenk) y reconocía el valor de los separatistas prorrusos, que se han enfrentado contra el ejército ucraniano en esa región fronteriza desde 2014. “Están luchando por sus derechos básicos: vivir en su propia tierra, hablar su propia lengua y preservar su cultura y sus tradiciones”, dijo en la televisión pública rusa.

Negación sistemática

Putin ha negado sistemáticamente la idea Ucrania como país. Interpretación que le ha permitido avanzar militarmente para conquistar territorios que -ha dicho él- le pertenecen a Moscú. Pero el expansionismo territorial no explica del todo sus intenciones. Los motivos del líder ruso van más allá, no son instrumentales y materiales, y están basados en una línea de pensamiento que se desarrolló durante la Unión Soviética, y que es, a su vez, antisoviética.

Leer los discursos de Putin, y lo que ha escrito últimamente, dan una pista de su línea de pensamiento y permiten no caer en las calificaciones -algo simplistas- de Occidente sobre Rusia, como “democracia liberal”, “gobierno de oligarcas” y el militarista exjefe de la KGB. Categorías que son ciertas, pero sirven poco para aproximarse a la Rusia contemporánea y, particularmente, a la visión de Putin.

En eso han sido insistentes dos analistas: Jake Cordell y Charles Clover, que coincide en que el origen del pensamiento expansionista de Putin está en un término en latín: “passionarnost”, y que a partir de este se desarrolla toda su doctrina política e internacional.

Varias veces el presidente de Rusia ha hablado del “passionarnost”, y la última fue en julio del año pasado. Esa vez, en un ensayo político, extenso y cargado de citas históricas, Putin escribió: “Quién tomará la delantera y quién permanecerá en la periferia y perderá inevitablemente su independencia dependerá no sólo del potencial económico, sino sobre todo de la voluntad de cada nación, de su energía interior, que Lev Gumilev denominó passionarnost: la capacidad de avanzar y abrazar el cambio”.

El mismo líder ruso define la passionarnost como avanzar y abrazar el cambio. Pero el creador de este término, o quien lo usó para construir una teoría etnohistórica de Rusia, fue Lev Gumivel, hijo de dos de los poetas más importantes de este país (su mamá, Akhmatova, escribió el Réquiem en poesía), y quien fue detenido por Stalin. Por esta condición, y otras, no es una doctrina soviética; esto no son ideas de Gromynko ni Molotov. Son lo contrario, precisamente: se trata de una visión cultural y étnica de Rusia por siglos y, en vista de ello, en contra de los soviets.

Gumilev escribió su obra más importante en 1979, “Etnógenesis y biosfera”, pero desde décadas antes ya hablaba del passionarnost. Para él, cada pueblo tiene
una fuerza vital distinta: una energía interior “biocósmica” o sustancia pasional llamada passionarnost.

Con la caída de la Unión Soviética -Putin la describe como la peor catástrofe del siglo XX- el espíritu de Rusia se desboronó -un espíritu que, para el líder ruso, viene mucho antes de los bolcheviques-. “Creo en la passionarnost, en la naturaleza, como en la sociedad, hay desarrollo, clímax y declive. Rusia aún no ha alcanzado su punto más alto. Estamos en camino”, dijo en febrero de 2021.

La passionarnost, explicó Gumilev, está alineada con el nacionalismo ruso de 1920, que celebra el eurosianismo -la unión de Eurasia-. En el exilio por la Revolución de los Bolcheviques, algunos exiliados construyeron un nacionalismo que se opone a los valores liberales, burgueses y marxistas, que son vistos como la expansión de las ideas de la Ilustración occidental en Rusia. En cambio, decían los nacionalistas, Rusia les debe su herencia a “a los feroces nómadas y a las tribus esteparias de Eurasia”. “Las tierras esteparias y los bosques del continente interior habían sido tradicionalmente propensos a ser gobernados por un único estandarte imperial conquistador”. Dice Gumilev, a partir de esto, “que los rusos eran la última encarnación de esta unidad continental intemporal”.

Según Clover, exjefe del Financial Times en Moscú, la línea dura que rodea a Putin, y por su puesto el mismo presidente, encuentra en la tesis de Gumilev la base del nuevo nacionalismo ruso en ascenso. “No es nacionalismo, ni marxismo, sino una tercera vía, una síntesis de nacionalismo e internacionalismo, que hacía hincapié en la simpatía inconsciente de los pueblos de la Unión Soviética, en la unidad milenaria de la Eurasia interior y en una acechante desconfianza hacia Occidente”, aseveró en la década de 1990, sobre esta línea de pensamiento Anatoly Lukyanov, expresidente del Soviet Supremo y el Comité Central durante el gobierno de Leonid Brezhnev.



Madre de ciudades rusas

En Occidente, pensadores y analistas por lo general conciben estas narrativas como equivocadas o insuficientes. Casi siempre las denominan “deterministas”, en las que la interpretación de la historia es lineal y jerárquica, y no tiene en cuenta los equilibrios de poder y el cambio. La invasión de Rusia a Ucrania, sin embargo, muestra que hay países, pueblos y comunidades con ideas imperiales y modelos políticos y de civilización que se asientan en interpretaciones que vienen mucho antes del orden internacional constituido luego de las guerras mundiales y la caída de la Unión Soviética, y deben ser conocidas para entenderlos -más allá de las interpretaciones occidentales-.

Para Putin, y los nacionalistas que lo acompañan, Ucrania es una entidad territorial que, aunque ha sido reconocido por Moscú (1992) como país y luego por los Acuerdos de Minsk (2014), es parte del origen de Rusia (Rus de Kiev). En el ensayo escrito en julio de 2021, “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos”, Putin describe a Kiev, capital ucraniana, como “la madre de todas las ciudades rusas”. “El trono de Kiev ocupaba una posición dominante en la antigua Rus. Esta era la costumbre desde finales del siglo IX”, escribe.

“Los miembros de los clanes principescos y boyardos cambiaban de servicio de un príncipe a otro, enemistándose entre sí, pero también haciendo amistades y alianzas. El voivoda Bobrok de Volyn y los hijos del Gran Duque de Lituania Gran Duque Dmitry Ivanovich de Moscú en el campo de Kulikovo”, escribe Putin. “Todas estas son páginas de nuestra historia compartida que reflejan su naturaleza compleja y multidimensional”. Y cierra su extenso ensayo comentando: “Nuestros lazos espirituales, humanos y de civilización se formaron durante siglos y tienen su origen en las mismas fuentes, se han endurecido por las pruebas, los logros y las victorias comunes”.

La lectura de Putin está llena de imprecisiones históricas, seguramente. También -y por supuesto que hay que hacer énfasis dada la invasión- no reconoce el derecho histórico, político e internacional de Ucrania de determinar su destino como nación independiente y autónoma de Moscú. Pero muestra algo más. En Occidente se ha asumido que el poder se ejerce hoy sólo con reformas y debates locales e internacionales, y no con intereses históricos, valores civilizatorios y discursos que se basan, en varios casos, en intervenciones militares.

Yuval Harari, historiador que defiende las tesis civilizatorias de Stiven Pinker y Norbert Ellias, y quien muestra con evidencia sólida que la violencia ha disminuido en enormes proporciones en los último 70 años, escribió en The Economist la semana pasada que “George W. Bush y Donald Trump, por no hablar de los Merkels y Arderns del mundo, son tipos de políticos muy diferentes a Atila el Huno o Alarico el Godo. Suelen llegar al poder con sueños de reformas internas más que de conquistas extranjeras”.

Harari habla de la mayoría de los gobiernos, no de todos, que han dejado de ver “la guerra como una herramienta aceptable para promover sus intereses”. Esto es indudable, y quien lo niegue debe mirar las cifras para ver que hay una paz extendida -pese a algunos pocos conflictos internos y, ahora, una guerra entre dos Estados-. Sin embargo, esa estabilidad ha llevado a que -posiblemente- se estudie y analice poco el interés de algunos líderes mundiales por ejercer “conquistas extranjeras”, que se asientan en una red de valores e interpretaciones históricas, lejos de las nociones homogéneas del liberalismo occidental.

¿Es que acaso Putin, Erdogan, Al Assad o Xi Jinping no tienen una red de valores no occidentales que, en general, se basa en un pasado histórico y político, cuyo interés es la conquista de otros territorios?

La guerra es una opción para ejercer el poder y, aunque parece impensable, para algunos líderes hoy es positiva. En su artículo, el historiador israelí escribe: “Los gobernantes, desde Sargón el Grande hasta Benito Mussolini, trataron de inmortalizarse mediante la conquista (y artistas como Homero y Shakespeare se encargaron felizmente de satisfacer esas fantasías). Otras élites, como la Iglesia cristiana, veían la guerra como algo malo, pero inevitable”. Hoy, en varias regiones del mundo, la guerra es vista como la expresión de valores positivos (patriotismo, tradición, cultura y valor), y no entender esto hace que Occidente y sus aliados piensen que sus potenciales enemigos no ven la guerra como el mayor -y más notable- ejercicio de poder. Cuando los hechos están demostrando lo contrario.

Aunque no lo crea, Occidente ignora -casi siempre- los valores de regiones que tienen ideas diferentes del desarrollo, la política y la sociedad civil. Entenderlos, para actuar estratégicamente y evitar posibles conflictos armados y cibernéticos, debe ser una premisa, en vez de imponer un conjunto de valores compartidos por una parte, que la historia demuestra que son respaldados cada vez menos y, además, tajantemente rechazados por algunos gigantes.

“Más que el fin de la guerra, queremos el fin del comienzo de las guerras”, dijo Franklin Roosevelt. Para evitarlo, si es que se logra desescalar la intervención en Ucrania, hay que empezar por los posibles motivos que conllevan a la guerra. Y entender un poco más la passionarnost que tanto interés despierta en Putin.

*Analista y colaborador de El Nuevo Siglo en Europa. MPhil Universidad de Oxford