Alexander Lukashenko (1954 -) es indudablemente el hombre de la polémica actual en la Europa Oriental profunda. Se trata de la vasta región post-soviética, vista algunas veces con tintes no exentos de desdén marginal.
En esa región al oriente del mar Báltico, los reflectores dominantes -como es fácil predecir- son acaparados por Rusia en la frontera este y Europa en el lado occidental. Bielorrusia, es bueno recordarlo, es un país mediterráneo -sin salida al mar- de casi 205,000 kilómetros cuadrados y 10 millones de habitantes.
El Lukashenko puede lucir acorralado durante estos días, pero no es de confundirse. Tiene una añeja relación con la presidencia. Se ha mantenido en el poder sin interrupciones, desde el 20 de julio de 1994. Nada menos que 26 años le han asegurado un control evidente en instituciones y organismos de control. Se ha encariñado tanto con el poder, pero eso sí, cumpliendo requisitos. No ha dudado en proseguir los rituales formales de la política representativa, ganando como líder invicto todas las elecciones donde ha participado.
El último evento electoral fue el pasado 9 de agosto. Con casi 6 millones de votantes, Lukashenko obtuvo oficialmente el 84% de los votos a su favor. Pero hay muchos que sospechan de maniobras y componendas que cuestionarían como mínimo la victoria a la que el mandatario se aferra.
Las amenazas y las detenciones, a raíz de las protestas populares que se han presentado, han incluido al parecer torturas de los capturados. Se le estaría con ello, pasando la mano al exmilitar. Evidentemente está siguiendo un patrón recurrente, un trillado guion represivo que intenta desestimular a campo abierto, los intentos de protesta de opositores. La dinámica de la represión militar parece no decaer, tratando de disuadir los ánimos exasperados esperando que con ello, la tormenta amaine.
A todo esto, se suma la cooperación que Lukashenko ha pedido a Vladimir Putin en Moscú. Con ello, es claro que el mandatario de Bielorrusia quiere asegurarse la conformación de un poder aplastante si las circunstancias así lo demandaran. En el fondo de la situación, sea como fuere, está latiendo fuertemente el problema de imponer la legitimidad a como dé lugar.
El mandatario durante 26 años esgrime que no sólo ha cumplido con los procesos democráticos en los comicios, sino que la legitimidad que le ampara -más allá de las formalidades- se ve fortalecida por el mantenimiento del orden y la estabilidad política.
Siguiendo estas ideas se percibe cómo, que en el ajedrez político sub-regional al este del Báltico, el gobierno de Bielorrusia ha sido ambivalente. Ha mantenido posiciones con tres actores principales: (i) Europa Occidental; (ii) los países orientales de Europa que pertenecían a la órbita soviética -en especial Lituania, Letonia y Ucrania; y (iii) Rusia.
De hecho, la salida al Báltico hace que Bielorrusia dependa tanto de Lituania de manera específica, como del enclave ruso de Kaliningrado más hacia la región suroriental del país. Esto profundiza un notable grado de dependencia: o eres consecuente con nosotros o te dejamos encerrado. Con este factor, sería poco lo que podría influir la posición europea.
Con base en las sanciones que la Unión Europea ha formulado contra Bielorrusia a raíz de las elecciones del 9 de agosto y las posteriores protestas populares, para Bruselas está siendo incómodo tener a Lukashenko en la capital bielorrusa de Minsk. A fin de compensar esta presión el curtido mandatario estaría buscando el apoyo de Putin.
No obstante, Rusia debe pensar claramente las medidas a tomar, toda vez que es vital una relación al menos estable, sin mayores sobresaltos, con Europa. Hay muchos proyectos de por medio. Véase para una ilustración, el de conexión energética, mediante el cual Rusia proveería de combustibles a Europa Occidental, especialmente a Alemania.
Esto de la conexión energética desde Rusia, para completar el cuadro, no está bien visto por Trump quien -aun en campaña- puede resultar tomando alguna medida perturbadora. Es difícil predecir algo en el Washington actual. Allí los dados siempre están en el aire.
El costo de dar respaldo a Lukashenko por parte de Putin puede traducirse en roces quizá innecesarios con Bruselas, pero por otra parte también es imperativo para los intereses de Moscú, afianzar su influencia en los territorios bálticos. Se trata de dar una imagen confiable de la política de Moscú, sabiendo que se camina por el alambre.
En medio de los análisis que se hacen permanentemente en las salas de estudio situacional político en Moscú está también la experiencia de Ucrania. Allí hay problemas pendientes y en 2004 las protestas populares desembocaron en nuevas elecciones.
Ucrania, un país exintegrante de la desaparecida Unión Soviética, ha pasado por dos revoluciones, una guerra civil, y de ella, Moscú se ha asegurado el control en la península de Crimea, aparte de luchar por los territorios orientales de Donetsk y Lugansk. Es muy probable que Moscú no desee provocar más rencillas. Pero por otra parte requiere de estabilidad en Bielorrusia. Es aquí en donde el liderazgo de la oposición puede abrirse una vía confiable, generando quizá menores costos de transición para los actores regionales.
En todo este panorama tampoco es de olvidarlo: Lukashenko fue el único integrante del Soviet Supremo de Bielorrusia que, en 1991, votó en contra de la disolución de la Unión Soviética.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor Titular, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario