SON múltiples y dinámicos los retos que enfrentan las sociedades latinoamericanas en función de fortalecer y consolidar sus niveles de desarrollo. Es cierto que se ha avanzado bastante en términos, por ejemplo, de cobertura de salud, de educación, de dotación de infraestructura básica –drenaje y alcantarillado-. Sin embargo, los patrones de crecimiento y de desarrollo requieren de estabilización. En otro sentido, es evidente que además de los problemas de legitimidad política, o más bien, relacionados con ellos, están los desafíos de la corrupción tanto en el ámbito de las empresas públicas como privadas.
En ese contexto dinámico de factores y procesos que conforman la gestión de agentes sociales y políticos, emerge como un factor a tomar muy en cuenta en el análisis, formulación e implementación de las políticas sociales, las condiciones de inequidad de los países. En tal sentido y conforme a cifras que recientemente da a conocer la Comisión Económica para América Latina (Cepal) es posible dividir a las naciones latinoamericanas en cinco grandes grupos, conforme a los resultados que tienen al aplicar los índices de Gini.
Como se sabe, según este índice, en la medida que se aproxime a 1 sería la inequidad absoluta, y en tanto los números se acerquen a cero, sería la equidad plena. El mejor escenario es cuando el país tiene un alto nivel de ingreso per cápita pero a la vez un alto nivel de equidad. Este sería el caso de naciones como Noruega, Austria o Países Bajos. En otras naciones la inequidad está aumentando, tal el caso de Estados Unidos. En otros grupos, se tiene bastante equidad, pero los niveles de ingreso per cápita son bajos, tal el caso de, por ejemplo, Albania y Tanzania.
En relación con los grupos en función de la inequidad en Latinoamérica, los mismos son: (i) los más inequitativos, con Gini superiores a 0.5 –Colombia, Brasil, México, Costa Rica, Panamá, Guatemala y Paraguay; (ii) los altamente inequitativos, con ginis entre 0.45 y 0.5 –Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y El Salvador; (iii) los inequitativos, con ginis entre 0.4 y 0.45 –República Dominicana, Nicaragua y Honduras; y finalmente (v) los menos inequitativos de la región, con ginis debajo de 0.4 –Venezuela, Uruguay y Argentina.
Un aspecto que debe mantenerse en mente en todo esto es que los niveles de inequidad no son representativos de las condiciones de pobreza, tanto extrema –indigencia- como no extrema. Un país, como el caso de Tanzanía que ya fue mencionado, puede tener bajos niveles de inequidad, es decir ser bastante equilibrado entre los ingresos de los grupos sociales de más renta con los de menos riqueza. Pero esto ocurriría porque casi todos comparten, generalizadamente, niveles socioeconómicos bajos.
La paradoja venezolana
A partir de ello tómese en cuenta que dentro de la región, Venezuela aparece con niveles de equidad aceptables, pero el país en general se encuentra al borde de lo que evidencia ser -uno espera en estos casos estar equivocado- el desenlace de una crisis humanitaria.
A tal punto ha llegado la crisis en ese país que para mediados de abril de 2018 se reporta que en los tres años pasados, los precios se han desbocado a niveles que cuesta imaginar: un 1.8 millones por ciento de aumentos generalizados. A eso se agrega que según el Fondo Monetario Internacional (FMI) avizora que la economía venezolana caerá este año en un 15 por ciento y para diciembre de 2019 en un 6 por ciento, de conformidad con la tendencia que acarrean las condiciones actuales.
Las inequidades sociales conllevan por lo general condiciones bajas de desarrollo. Esto es particularmente cierto para los sectores que no pueden satisfacer sus necesidades reales y transformarlas en demanda efectiva. Además, la representación política ve restringida –por decir lo menos- la legitimidad en la representación de poder y los sistemas institucionales tienden a tener funcionalidades deficientes lo que muy fácilmente puede articular ciclos viciosos de subdesarrollo.
El hecho de que solamente sectores por lo general minoritarios, puedan satisfacer sus necesidades más allá de los bienes básicos, hace que el dinamismo social y económico de los diferentes países tienda a estancarse. Esto es un reto para la legitimidad concreta de los gobiernos. De hecho una de las fallas más notables que se ha tenido de manera estructural en particular en los países en desarrollo, es que los beneficios de los mayores niveles de producción no llegan a todos los sectores.
No se trata únicamente de generar oportunidades laborales, algo que es fundamental e indiscutible al alcanzar mayores niveles de desarrollo. Se trata también de que las instituciones posibiliten la incorporación a los esfuerzos del progreso y bienestar de toda la sociedad. No hacerlo equivale a que un país no está aprovechando todos los recursos que tiene en función de la mejora de la calidad de vida, y no lo haría porque existen grupos que, como producto de condiciones evidentes de inequidad, quedan en condiciones marginales.
Ese es precisamente uno de los argumentos que con mayor consistencia elaboran los profesores Daron Acemoglu y James Robinson, en su libro “Por qué Fracasan los Países” (publicado en marzo de 2012). Una de las tesis fundamentales del libro establece que los países desarrollados, los que cuentan con sistemas sociales más funcionales, poseen instituciones incluyentes. Esto es, un sector público que propicia que sectores mayoritarios se incorporen a los esfuerzos de desarrollo.
De esa cuenta, por ejemplo, se tiene en Europa y en Estados Unidos, políticas agrícolas de subsidio, seguros de desempleo –que no son desde luego permanentes- sistemas funcionales de seguridad social, entre otros mecanismos de apalancamiento social, se tienen también los “billetes de alimentos”. Los recursos surgen de sistemas fiscales progresivos que fortalecen la existencia de una importante demanda en los mercados internos.
A partir de esa capacidad de compra, es por la vía de la demanda que se impulsa la producción, el emprendimiento y la innovación de las empresas. Rasgos estos que son fundamentales si se desea que los niveles de crecimiento sean sostenibles. Desde luego que para ello se requiere de voluntad política. La voluntad de un amplio acuerdo social que no sólo favorezca a los grupos más poderosos de las sociedades. El hecho de que existan niveles de inequidad mayor es un indicador de que los recursos no se están colocando lo más eficazmente dentro de una nación.
Los ajustes de la estructura social de los países implican costos que profundizan la inequidad si tales facturas las pagan con exclusividad, sectores sociales asalariados, vulnerables, que rebuscan la subsistencia en los circuitos de la economía informal. De nuevo, en la medida que grandes conglomerados vivan al margen de oportunidades, también se tienen serios obstáculos sociales para el desarrollo inclusivo, que sea socialmente equitativo, económicamente sostenible y ecológicamente sustentable.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario. El contenido de este artículo es de entera responsabilidad del autor por lo que no compromete a entidad o institución alguna.