Política exterior en los albores de la patria | El Nuevo Siglo
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Miércoles, 7 de Agosto de 2019

ESPECIAL BICENTENARIO

María Clara Ospina: poeta, columnista, novelista y analista política.

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Una vez lograda la independencia, Simón Bolívar y quienes lo acompañaron en la formación del nuevo gobierno, comenzaron acercamientos con las naciones más poderosas del siglo XIX para lograr de ellas la aceptación de la joven nación.

Desde el comienzo del movimiento independentista, a finales de la primera década del siglo XIX, tanto Venezuela como la Nueva Granada buscaron apoyo en los Estados Unidos, país que había declarado su independencia de los británicos el 4 de julio de 1776. Buscaban urgentemente armas para la lucha revolucionaria y créditos para su adquisición, ofreciendo como contraprestación acuerdos comerciales. Estos acercamientos tuvieron más el carácter de misión comercial, no diplomática.

Una de las primeras misiones enviada a Estados Unidos por la Junta de Caracas, abril 1810, fue encabezada por Juan Vicente Bolívar. Esta no fue exitosa debido a la oposición del ministro español acreditado ante el gobierno norte americano, Luis de Oñís, la opinión negativa formulada por Robert Lowry, agente comercial estadounidense en Guaira y por la muerte de Bolívar en un naufragio.

En 1811 el Gobierno de la Nueva Granada, a su vez, envío a Estados Unidos a Pedro Lastra y Nicolas Omaña con la urgente misión de obtener créditos, armas y pertrechos, nada se logró.  

La posesión de neutralidad ejercida por Estados Unidos ante las antiguas colonias españolas, especialmente durante los años en que negociaban la Florida con España, impidió un reconocimiento de los estadounidenses a las nuevas repúblicas recién independizadas.

Al término de la Primera República por la brutal reconquista española, una vez  derrotado el ejército de Pablo Morillo y asegurada la independencia con los triunfos militares de 1819, Bolívar, consciente de la importancia de apuntalar sus triunfos militares con el indispensable reconocimiento de las grandes potencias, ordenó el envío de ministros plenipotenciarios a las capitales de los reinos europeos y a los Estados Unidos de América, esta vez sí con propósitos diplomáticos, además de comerciales.

Estos ministros llevaban órdenes del Libertador de obtener tal reconocimiento y el beneplácito de las naciones que ejercían el poder en el mundo. La tradición así lo exigía. De otra manera, las victorias militares significaban poco o nada. Entre otras razones, porque sin él, las nuevas naciones podrían ser atacadas y sometidas por el poder militar de dichas potencias, o bloqueada comercialmente. 

(Vale la pena recordar que dicho reconocimiento, como requisito constitutivo para los nuevos Estados, fue abolido por el artículo 9 de la carta de la Organización de los Estados Americanos, fundadora de la OEA, firmada en Bogotá, en 1948).  

Por tanto, en corto tiempo, se enviaron ministros plenipotenciarios a los poderosos reinos que conformaban la Santa Alianza, creada luego de la derrota de Napoleón en Waterloo, en el Congreso de Viena de 1815, a instancia del Zar Alejandro I.

Dicha Alianza, una coalición militar entre los emperadores de Rusia y Austria y el rey de Prusia, fue confirmada y firmada el 26 de septiembre de 1815, en París. Más tarde, se unirían a ella: la Gran Bretaña mediante una declaración y Francia y España mediante un nuevo tratado.

Su objetivo principal fue el de contener el “peligroso” ideario de la Revolución Francesa en contra del poder divino de las monarquías. Parte de su compromiso era intervenir y sofocar cualquier intento de revolución, en cualquier lugar donde el poder real fuera amenazado. Se refería prioritariamente a las revoluciones en territorio europeo. Pero no era totalmente descartable que pudiera aplicarse a las nuevas naciones americanas.

Sin embargo, era poco probable que esos reinos, agotados por las guerras napoleónicas, sin poseer armadas poderosas, intentaran invadir o apoyar a España en sus pretensiones de reconquista de las colonias perdidas.

Las ricas tierras recién liberadas del poder español eran vistas por las grandes potencias europeas, más bien, como oportunidades para crear alianzas comerciales. La Gran Colombia, por su extensión y riquezas naturales, tenía un gran potencial. Tener relaciones con las antiguas colonias españolas podría aportarles grandes beneficios económicos, sin costo militar.   

Reconocía Europa que la independencia de Estados Unidos en 1776 significaba la entrada de un régimen republicano, como nuevo y poderoso jugador en el mundo. Era entonces indispensable tomar posiciones frente a la América española liberada. Algo que Colombia podía aprovechar con una ágil política internacional.

Le correspondió a Francisco de Paula Santander, como presidente encargado, luego de que Bolívar marchara al Sur a continuar su lucha libertadora, y a su vicepresidente Francisco Antonio Zea, implementar los primeros pasos diplomáticos de la nueva nación. Como Primer Secretario de Relaciones Internacionales se encargó a Pedro Gual, hombre de gran habilidad diplomática, negociador innato.

Don Juan IV de Portugal fue el primer soberano en reconocer, en 1821, la independencia de la nueva nación.

Pero, fue la enérgica y clara doctrina del presidente norteamericano James Monroe, de “América para los americanos”, la que estableció que las nuevas naciones deberían ser respetadas.

Su discurso no dejaba duda de la posición que asumía su nación: “en cuanto a los gobiernos que han declarado su independencia y la han conservado, y cuya independencia, basados en gran consideración y en principios justos, hemos reconocido, no podríamos contemplar ninguna interposición con el fin de oprimirlos o de dirigir en cualquier otra forma su destino, por parte de cualquier potencia europea, de ninguna manera que como manifestación inamistosa contra los Estados Unidos” (1).

Desde finales de 1819 Zea había nombrado a Manuel Torres como primer ministro Plenipotenciario de las naciones que conformaban a Colombia, ante los Estados Unidos.  Era la opinión de Torres “(…) que nuestra política deba procurar por todos los medios la amistad y la alianza de los Estados Unidos que serán siempre nuestros amigos y aliados naturales” (2).

Torres, español de origen, sobrino del virrey arzobispo Antonio Caballero y Góngora, patriota convencido y gran conocedor de los Estados Unidos, donde residió por 23 años, adelantó su misión sin ahorrar esfuerzos, hasta el día de su muerte. El reconocimiento estadounidense ocurrió el 19 de julio de 1822, una vez ratificado el tratado de cesión de la Florida por España a Estados Unidos, negociación que lo había demorado.

El 3 de octubre de 1824, don Pedro Gual, Secretario de Relaciones Exteriores de Colombia y el ministro plenipotenciario de Estados Unidos, Mr. Richard Clough Anderson, firmaron en Bogotá el tratado por el cual se acordó la paz, amistad y armonía, además del establecimiento de libertad de comercio entre las dos naciones americanas. Esto abrió la puerta para que otras naciones aceptaran comenzar el dialogo.

A Gran Bretaña llegó Francisco Antonio Zea, en 1822, como enviado de Colombia para obtener un crédito de 5 millones de libras esterlinas. Sin embargo, sus gestiones llevadas, quizá con exceso de candidez, ante los banqueros ingleses, fueron desautorizadas por el gobierno colombiano. Lo sucedió don José Manuel Revenga, con instrucciones de obtener el reconocimiento de la independencia y de celebrar un convenio de paz, comercio, navegación y límites con Su Majestad Británica.

Su misión fracasó al tener que enfrentar una serie de graves problemas referentes a las negociaciones de empréstitos iniciadas por Zea. Tras una misión llena de contrariedades y sinsabores, Revenga fue reemplazado por Manuel José Hurtado.

Hurtado, senador y hombre de negocios, tuvo mejor suerte, pues el nuevo ministro de gobierno inglés, George Canning, anunció en 1823 ante la Cámara de los Comunes, el deseo de reconocer a las nuevas republicas americanas como Estados libres, pronunciando la célebre frase: “Llamo al nuevo mundo a la existencia para reorganizar el balance del viejo”.

Luego de arduas negociaciones, entre ellas el acuerdo de límites con la Guayana Holandesa, tema de interés para Inglaterra, bajo la escrupulosa dirección de Pedro Gual, en noviembre de 1825, el rey Jorge IV de Inglaterra dio su reconocimiento a la Republica de Colombia.

Hurtado fue reemplazado por Andrés Bello y luego como titular por José Fernández Madrid, quien desde Londres inició negociaciones diplomáticas con otros estados europeos, con la anuencia de la Gran bretaña. Así comenzaron los primeros acercamientos con Suecia, Suiza, Prusia y los Países Bajos. En 1929 se logró un tratado comercial con Holanda que además significó el reconocimiento de Colombia por esa nación como Estado independiente.  

Los acercamientos con Francia fueron múltiples pero las alianzas existentes entre la Francia post napoleónica y España hicieron que el reconocimiento de Colombia por el país galo se dilatara, algo doloroso para Colombia, culturalmente tan cercana a Francia. Recordemos que Francisco Miranda fue reconocido como “Héroe de la Revolución Francesa”, por su participación en ella y que Bolívar vivió en París durante su juventud. Es innegable la estrecha relación existente entre las dos naciones. Luego de la caída de Carlos X, y la llegada del Duque de Orleans, se fortalecieron los lazos de amistad entre Francia y Colombia.  

La alianza de España con el Vaticano por siglos, su defensa de la religión católica y del poder papal a través de la historia, ponían en una delicada situación a la Santa Sede respecto a las naciones que habían logrado su independencia, luego de sangrientas guerras contra la Corona española. No fueron pocos los presbíteros realistas que se opusieron a dicha independencia y así lo manifestaron a Roma.

Sin embargo, “católicos, apostólicos y romanos” eran también los patriotas americanos, criollos e indios. Roma no podía desconocerlos y arriesgar a que otras religiones cristianas antipapistas tomarán arraigo en las nuevas naciones.

En 1822 Bolívar nombró como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario ante la corte de Roma a José Tiburcio Echevarría. Desgraciadamente, Echevarría murió en Dieppe antes de realizar su misión.

En 1824 llegó a Roma su reemplazo, Ignacio Sánchez de Tejada quien representó a Colombia ante la Santa Sede, con diferentes niveles de aceptación, durante los pontificados de León XII, Pio VIII y Gregorio XVI.

Fue una misión difícil, inclusive amarga, para Sánchez Tejada. Durante un tiempo tuvo que salir de Roma e instalarse en Bolonia y luego en Florencia, por “sugerencia” de la Cancillería vaticana, pues su presencia en Roma era incómoda para los representantes de España y Austria. Posteriormente, en 1835, Gregorio XVI, reconoció a Colombia como nación independiente, cuando ya había ocurrido su lamentable disolución.  

El 12 de enero de 1858, luego de un intenso trabajo entre agentes de las dos naciones, el gobierno ruso manifestó por primera vez y de forma explícita la voluntad de reconocer la independencia de Colombia, hecho que llevó a sus gobernantes a iniciar comunicación epistolar.

Cartas cruzadas entre el presidente de la Confederación Granadina Mariano Ospina Rodríguez y el zar Alejandro II, de su puño y letra, sancionaron dicho reconocimiento.

El 27 de noviembre de 1820, en Trujillo, Venezuela, Bolívar y Antonio Morillo firman el Tratado de Armisticio por el cual se declara terminada la “guerra a muerte” y España hace un reconocimiento de facto del Estado colombiano, sin renunciar a sus derechos sobre el Virreinato de la Nueva Granada. Sin embargo, solo hasta 1881, durante el gobierno de Rafael Núñez, España, finalmente, reconoce a Colombia como nación libre e independiente.

No pueden dejar de mencionarse los esfuerzos diplomáticos hechos en el antiguo continente, al comienzo de la nueva nación, por algunos partidarios de Bolívar empeñados en que El Libertador encabezara una monarquía constitucional y que a su muerte fuera reemplazado por un vástago de alguna de las coronas europeas, quizá un Borbón. Esfuerzos, no promovidos ni respaldados por la Cancillería colombiana, que naufragaron por la rotunda negativa de Bolívar en aceptar tales pretensiones.

A una carta del 10 de diciembre de 1825, el general José Antonio Páez propone que Bolívar establezca una monarquía imitado a Napoleón, a su regreso triunfal de Egipto.

 El Libertador responde. “Ni Colombia es Francia, ni yo Napoleón (…). Yo no soy Napoleón ni quiero serlo, tampoco quiero imitar a Cesar; aún menos a Iturbide. Tales ejemplos me parecen indignos de mi gloria. El título de Libertador es superior a todos los que ha recibido el orgullo humano. Por tanto, es imposible degradarlo” (3).