EL país aún no ha terminado de digerir los resultados y las implicaciones de la reciente contienda electoral regional. Sin embargo, la moraleja es evidente, y aplica para los temas educativos: hacer política con base en discursos altisonantes, reivindicativos y populistas puede tener momentos de alta efectividad electoral, pero nada más que eso. Me refiero a que los discursos emotivistas (que el reconocido filósofo Alasdair C. MacIntyre ha invalidado con rigor), aunque cumplen propósitos inmediatistas para la captación de afectos, no son sostenibles a largo plazo.
En las anteriores glosas he realizado una crítica a algunos de los argumentos y razonamientos de la reforma a la Ley 30 del 92. En suma, la reforma parte de afirmaciones y juicios de valor contenidos en los documentos de la exposición de motivos del texto, que aunque para algunos parezcan irrelevantes, en realidad delatan el genuino espíritu de la reforma y, por ende, el derrotero que su gobierno promotor y sus presentes y futuros devotos recorrerán para realizar el propósito reformista.
Por demás, en el medio año transcurrido la agenda legislativa y ejecutiva del gobierno adelantó otras iniciativas concernientes a la educación que convergen bajo los mismos principios aquí discutidos, a saber: la matrícula 0 (Ley 260 de 2022), el trascendente proyecto de ley estatutaria No. 224 de 2023 que busca estipular la educación como un derecho fundamental, y el articulado normativo constitutivo del primer borrador de la reforma a la Ley 30.
De todo este material insisto en lo siguiente: aunque con matices y velos, lo cierto es que el trasfondo de varios juicios de valor y exposición de motivos de la reforma a la Ley 30 es ideológico, que no científico. Me refiero particularmente a uno de los esenciales de la reforma que pretende eliminar el criterio del mérito o competencia, para sustituirlo por una ambigua tensión entre conceptos de nuevo cuño, tales como “aceptabilidad”, “progresividad”, e “inclusión”.
A partir de eso, y para no repetirme, anoto que ideas como la mencionada son preocupantes por las contradicciones y omisiones que se darían en el sistema de educación. La primera e inevitable pregunta que surge de todo esto es, ¿realmente se ha partido de la observación objetiva de los fenómenos problemáticos de la educación, o es una ley – retórica para darle gusto a un grupo muy específico de votantes?
La duda surge por identificar el uso deliberado, reiterativo, redundante y preferencial de conceptos e imaginarios propios del progresismo ideológico, y de sus frecuentes y típicas alusiones a minorías indígenas, no discriminación, regionalización, y al uso del lenguaje de género. Esto se hace más evidente al contrastar la deliberada omisión, evasión, sustitución y disminución de conceptos y términos relativos a valores familiares, competencia, mérito, sector privado, mercado laboral, creencias religiosas, calidad, capacidades, entre otros.
Por referir un notorio ejemplo concreto de otros posibles: para la propuesta de la Ley Estatutaria 224, es mucho más importante obligar a las IES a que en la redacción de los títulos se respete el “lenguaje de género”, que garantizar el dominio de la lectura y la escritura, como un requisito para ingresar a la educación superior, pues mientras lo primero se dictamina rigurosamente, lo segundo se deja de lado, apenas supuesto. Pero es que lo que constituye un verdadero problema para el sistema de educación nacional es lo segundo, que no lo primero. Lo primero es simplemente la agenda de moda de unos grupitos minoritarios con mucho lobby y muchísima propaganda.
Otro asunto para considerar es si el gobierno se ha medido, o si siquiera ha considerado los riesgos de las contradicciones y dinámicas conflictivas que el garantismo y la retórica de este paquete legislativo sobre educación pueda generar.
La narrativa oficial dice buscar garantizar el acceso universal y no discriminatorio a los servicios de educación, lo cual es muy loable. Pero fuera de la limitada capacidad de recursos financieros, estructurales y humanos para lograrlo, ¿acaso el marco legal existente no lo permitía, o lo contravenía? Si se revisa la casuística jurídica y jurisprudencial se encontrará una notable escasez de problemas de esta índole.
En el marco normativo vigente no existe una tendencia de discriminación que demuestre un patrón de exclusión sistemático por razones de color de piel, etnia, o semejantes. De manera que incrementar el recurso para ampliar las capacidades físicas y humanas que posibilitan la inclusión, cobertura y regionalización es algo que podría hacerse en el marco jurídico anterior.
Por el contrario, los problemas ya existentes, como los conflictos entre la autonomía de valores tradicionalmente inspiradores de la educación, y la interpretación de los derechos que hacen las cortes, influenciada, las más de las veces, no por los valores de los colombianos, sino por la agenda internacional y las modas académicas, en vez de atenderse directa y adecuadamente en vías de solución, se agravan y se ponen en situación de colisión inminente.
Riesgos
En este sentido, existen por lo menos dos casos concretos de riesgos muy serios, aquí soslayados: A) lo relativo a la promoción forzosa y la consecuente reducción de la calidad; B) lo relativo a la no discriminación vs. los valores éticos de las instituciones de IEE y las IES.
Lo relativo al primer caso lo expliqué en la glosa titulada “El anzuelo del derecho fundamental”. Respecto del segundo caso, es inevitable no recordar las famosas cartillas Parodi. Pareciera que se les quiere abrir la puerta trasera para que entren sin hacer ruido. Los articulados son cuidadosos cuando hablan del género, pero hay una ambigüedad que parece intencional en el uso del concepto de género como alusivo a equiparación de oportunidades y derechos entre hombres y mujeres, aunque en realidad lo que se anticipa es la implementación oficial de la ideología de género en la educación. Esto último, hay que decirlo claro, riñe tanto con la mayoría de los valores tradicionales de la educación privada, que es de inspiración cristiana, como con los valores tradicionales campesinos e indígenas que el gobierno alardea incluir, defender y garantizar. Así, el conflicto que ya venía surgiendo por omisión de un marco regulatorio se agrava por la creación de un marco regulatorio deliberadamente ambiguo al respecto.
Por consiguiente, es lamentable lo pobre de la propuesta en relación con los valores familiares y religiosos, que no ni son secundarios ni pueden serlo. La ley de educación no puede situar como secundarios ni a la familia, como célula formativa fundamental, ni a la tradición cultural y religiosa judeo-cristiana, como legado y herencia de toda la axiología inspiradora de los valores que han hecho parte de la educación occidental en general, y de la educación colombiana en particular.
En consecuencia, el marco jurídico sobre la educación no puede hacer mico a la histórica, y aun mayoritariamente presente, inspiración cristiana de la educación en Colombia, que responde, además, a una expresión más de la educación occidental, también de inspiración cristiana. Tampoco puede obviar los valores éticos de las minorías por las que supuestamente saca pecho, como los pueblos indígenas, que en su mayoría son apáticos a la ideología de género que con disimulo se está deslizando dentro del sistema.
En resumen, la ideología de género es contradictoria con la educación tradicional cristiana y con muchos de los cuerpos de valores de las naciones ancestrales de Colombia.
Acorde con lo anterior, no debe evadirse analizar el tema. Todo lo contrario. Es menester pensar con profundidad las contradicciones y omisiones que podría significar aceptar varias de las pretensiones de la reforma. Si se admite la reforma tal y como se ha presentado surgirán, sin duda, casos dificiles y situaciones límite, resultas de las tensiones y conflictividades entre derechos.
*Jurista, filósofo y bioeticista