Al culminar su formación de pregrado, los estudiantes universitarios sufren una metamorfosis. Por un lado, se transforman en profesionales. Es una palabra que comparte etimología con “profesor”, y que conecta como ninguna otra las dos condiciones (la de profesor y alumno), por la fe que ambos profesan. Por otro lado, se transforman también en colegas de sus profesores. Ese será el primer paso en el recorrido que habrá de llevarlos más lejos de lo que éstos han podido llegar.
Esa transformación, cierta como es, puede ser, sin embargo, engañosa; e inducir a creer que, una vez graduados, los estudiantes dejan de ser estudiantes. En realidad, ni como profesionales ni como colegas de sus profesores dejarán de serlo. La condición de estudiante deja una huella indeleble. Es casi sacramental, porque imprime carácter. Es también una vocación a la que sólo haciendo una especie de apostasía se puede renunciar.
En la tradición judía, el estudio es una forma de santificación. Muchas cosas están prohibidas en sábado. En cambio, se elogia a quienes consagran el sábado al estudio de la ley. Estudiar es una de las cosas que más enaltece al hombre. Pocas cosas lo aproximan tanto a lo más alto.
Ningún graduado universitario debería dejar de estudiar. La inmensa mayoría, de hecho, no dejará nunca de hacerlo -y no se trata de los estudios de posgrado que adelanten-. Al salir de la universidad, los estudiantes descubren que ésta no ha hecho más que ayudarles a ordenar su ignorancia. Ordenar, en el sentido de poner en orden, pero también, de orientar, de dirigir. No es poca cosa: es el principal fruto de la educación universitaria. La mayor parte de las cosas se aprende después de la universidad. Sería tremendamente ingenuo, e injusto -tanto con la universidad como con los estudiantes- pretender lo contrario.
El ejercicio de la profesión les permitirá a los estudiantes hacer y lograr muchas cosas. Pero hay una que es la más importante, porque da sentido a cualquier ejercicio profesional, y en últimas, a cualquier proyecto de vida: servir. Quien no sirve para servir, no sirve para nada. Cuando llegue el momento, nadie será juzgado por sus logros, ni por sus títulos, ni por sus éxitos. Todos, en cambio, por el servicio que hayan prestado. Todo lo demás es vano.
El diploma que reciben los estudiantes el día de su grado tiene dos caras. Una es la que ese día leen con fruición, la que su familia y sus amigos celebran con orgullo, la que exhiben masivamente en sus redes sociales. Es la que consagra y da testimonio de la culminación de una etapa crucial. Dice que son algo (profesionales en algo) y eso no es poca cosa. La otra cara está en blanco. En esa, todo está por escribir. Es la que corresponde al resto de su vida, ese don que a partir de ese momento reposa, como nunca antes, en sus propias manos, y del cual solamente ellos serán los responsables. El definitivo fin de curso y el comienzo del curso definitivo.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales