Especial para El Nuevo Siglo
Esto necesariamente va a sonar descabellado. Hablar de esta manera del concierto de la tarde del pasado sábado 26, en el Auditorio León de Greiff con la Filarmónica de Bogotá, luego de oír el imponente sonido de la Filarmónica de Los Ángeles dirigida por Gustavo Dudamel, el viernes 18 y sábado 19. Porque fueron experiencias sin punto de comparación. Válidas las dos.
Ni siquiera en lo que atañe a los programas. Si el de Los Ángeles se caracterizó por la exploración de nuevos repertorios, incluida la interpretación completa de la música incidental para El sueño de una noche de verano de Mendelssohn y exceptuando el Adagio de Barber, el filarmónico del sábado fue clásico, incluso tradicional a ultranza. Coincidieron ambas orquestas en Mendelssohn.
El punto de inflexión estuvo en el lugar y en el público.
Porque si bien es cierto, el del Teatro Mayor, lugar de las presentaciones de Dudamel con Los Ángeles, debe ser el auditorio más sofisticado de Bogotá y seguramente del país, el del sábado en el León de Greiff puede ser el más refinado culturalmente hablando, un fenómeno que vale la pena no dejar pasar inadvertido.
De otra manera cómo interpretar que apenas pasadas las tres de la tarde ya estaba casi completo el aforo del auditorio de la Universidad Nacional con un público que paciente esperó el inicio del concierto, programado para las cuatro, como efectivamente ocurrió; a lo largo del concierto, absoluta concentración, ni una nota discordante, ni un celular indiscreto, tampoco un aplauso fuera de lugar.
Habrá quien argumente, con algo de razón, que el atractivo de entrada libre hasta completar el aforo juega un papel decisivo en el asunto. Sin embargo, no es menos cierto que los 1.619 espectadores del León lo ocuparon con la firme convicción de disfrutar del arte en una de sus más extraordinarias manifestaciones: la música clásica. Claro, el León de Greiff no puede estar mejor ubicado en la ciudad y el campus universitario de la Nacional es un remanso en medio de una ciudad hostil. Atravesar los jardines de la Nacional con su preciosa arquitectura -la del auditorio la mejor- predispone el espíritu para oír a Beethoven y Mendelssohn.
Si la cultura es mucho más que una entretención, tanto la Universidad como la Orquesta sí están cumpliéndole a la ciudad.
Primera parte con Beethoven
Lo dicho, el programa fue clásico a ultranza. La tarde se inició con la Obertura en mi mayor op. 73 para Fidelio, única ópera de Beethoven, de 1805. De las oberturas que compuso para la ópera, esta, cuarta y definitiva, es de gran aliento sinfónico. Fue recorrida con decisión por la orquesta, dirigida el sábado por el francés Philippe Bernold, que no sucumbió a la tentación de utilizar toda la artillería filarmónica, sino mejor una orquesta reducida, más numerosa que esa que seguramente acompañó el estreno vienés. El resultado, sin duda, equilibrado y a favor de la orquesta, que lo hizo bien; no memorable, pero bien.
Enseguida el Concierto para violín en re mayor op. 61 de 1807, una de sus grandes obras maestras y primer concierto monumental para violín y orquesta de la historia, con la rusa Tatiana Samouil, galardonada en grandes concursos: el Tchaikovski, el Reina Elisabeth y el Sibelius. Samouil sobre el escenario filarmónico ratificó sus credenciales de violinista excepcional. Quedó flotando en el aire que el entendimiento entre orquesta, director y solista no se limitó a hacerlo bien, porque la versión oída tuvo la nada frecuente cualidad de alternar, con inteligencia, momentos de atmósfera camerística con los de carácter sinfónico; nuevamente Bernold prefirió una orquesta reducida, con las buenas consecuencias para el sonido de la solista que, en el primer movimiento, Allegro ma non troppo, optó por la cadenza de Fritz Kreisler, quien al contrario del compositor, que evita sistemáticamente la doble cuerda, recurre incluso a tres. A lo largo del extenso y profundo primer movimiento, Samouil logró un sutil dramatismo de la mano de un controlado y luminoso optimismo.
Durante el segundo, Larghetto en sol mayor, la interpretación tomó el camino de la intimidad reflexiva para desembocar, en Atacca, en el fogoso Rondo – Allegro, fogoso, brillante, casi triunfal; nuevamente con la cadenza de Kreisler.
Ante el aplauso, en encore, el Largo de la Sonata nº3 para violín solo en re mayor BWV 1005 de Bach, impecable desde luego.
La orquesta bien en general si se pasan por alto momentos no muy logrados de las maderas…
Segunda parte: Mendelssohn
Para la segunda parte, la Sinfonía en re mayor, Reforma, op. 107 de Felix Mendelssohn-Bartholdy de 1830, escrita para la celebración del tricentenario de la Confesión de Augsburgo, que en sí contiene una declaración resuelta del compositor, dado su origen judío; algo que, históricamente ha pesado sobre su música a lo largo de prácticamente dos siglos.
Fue la mejor actuación de orquesta. Bernold se cuidó de subrayar con inteligencia y suspicacia esos pasajes donde el tema del Amen de Dresde recuerda, o mejor, resultan tan afines al Parsifal wagneriano, uno de los compositores –no el único– más antisemitas de todos los tiempos. El director francés logró ese clima de grandeza que tiene la partitura sin pasar por alto el manejo casi de filigrana durante la parte final del tercer movimiento, Andante en sol menor, donde delató su faceta de flautista de primer orden en la forma como dirigió los episodios para el instrumento, que desembocan en el Andante con moto – Allegro vivace – Allegro maestoso, que pese a su complejidad, o justamente por eso, fue la mejor manera de cerrar una tarde que, con sus bemoles, fue una gran experiencia. Porque para la gran experiencia musical se necesita algo más que música: comunión entre el compositor y el auditorio mediante el intérprete.
Cauda: En buena hora los encargados de la remodelación del auditorio León de Greiff retiraron del fondo del escenario el escudo de la universidad, que era objeto de distracción e innecesario. Como si hiciera falta ratificar que el León respira vida universitaria.