“La Iglesia es una comunidad típicamente humana”
La pregunta correcta sería: ¿Qué es la Iglesia? El Estado del Vaticano es el resultado de un acuerdo entre el papado y el gobierno de Italia, por allá en el año 1929, para que Su Santidad y sus inmediatos colaboradores pudieran tener unas cuantas manzanas por donde moverse tranquila y libremente, en un territorio propio. Allí vive el Santo Padre y es su lugar habitual de trabajo, junto con sus inmediatos colaboradores, la famosa y calumniada curia romana. Pero esta no es la Iglesia. Es la sede del gobierno central porque alguien tiene que mandar y tiene que vivir en alguna parte. Pero esa no es la Iglesia. La Iglesia es la comunidad de todos los bautizados, orientados por sus legítimos pastores, y juntos, peregrinan en busca del Reino de los cielos. El papa es el papa, pero él no es toda la Iglesia, es su cabeza visible, servidor de la unidad y de la misión evangelizadora.
Semejante introducción, no apta para espíritus muy rígidos, para decir que la Iglesia, en últimas, es, además de la comunidad reunida en la fe en torno a Jesucristo, la vida de cada cristiano. Decir, entonces, que la Iglesia está en crisis o no lo está, significaría que alguien se ha tomado el trabajo de preguntar a cada bautizado si tiene una fe viva, practicada, asumida a diario. Lo más seguro es que el encuestador se encuentre con un abanico conformado por múltiples respuestas, que contienen innumerables situaciones positivas y negativas. Esa sí es la Iglesia, lo ha sido y lo será siempre. Un papa pudo ser muy conservador según el parecer de un periodista de la Revista Semana y a otro de El Espectador le puede parecer un liberal sin límites. Opiniones intrascendentes, pero que reflejan que la Iglesia es multiplicidad de pareceres, es decir, una comunidad típicamente humana, pero bajo la guía del Espíritu Santo, cosa que los opinadores de marras pocas veces notan y tampoco les interesa. Y esa es también la Iglesia. La gran desconocida en su esencia íntima por la mayoría de quienes la observan y aun de sus propis miembros.
Así las cosas, la Iglesia no es el Vaticano, no es el papa, no es el Opus Dei, no son los teólogos de la liberación, no es la señora de tres rosarios diarios, no es el curita de una parroquia. Es todo eso junto, al tiempo, en simultánea mundial y por el tiempo que su Divino Fundador, Jesucristo, lo tenga dispuesto. Y todo esto es el encanto de la Iglesia: su paisaje variopinto, sus expresiones culturales e históricas, sus tensiones, sus brillos de santidad y sus lados oscuros de pecado, sus aportes a la humanidad y sus desastres sobre la misma, es la alegría de sus evangelizadores y la sangre de sus mártires (que hoy en día se cuentan por miles ante el silencio de los grandes medios de comunicación), es la fe que congrega, es Jesucristo convertido en cuerpo místico (¿cómo les quedó el ojo?).
La Iglesia es algo de Dios, a él le pertenece, él la dirige, él sabe para dónde va. Con vaticanos o sin ellos, con papas benedictos y franciscos, con rosarios o sin ellos, con santos o sin ellos, es la barca que Dios ha puesto en el bravo mar de la historia humana, con un piloto de nombre Jesús y con unas velas infladas por un aire venido del cielo llamado Espíritu Santo. Por esto último es que en el Credo también se incluye: “Creo en la Iglesia”.