No existe un solo ser humano al que no le interese agradar a los demás, en mayor o menor medida. Y, aunque quizás no todos, a la mayoría sí le interesa estar bien con Dios, creo yo. Ahora, aunque a veces coinciden armónicamente los dos objetivos, a veces crean tensión en la persona. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, del Nuevo Testamento, se oye decir a estos discípulos de Jesús que primero hay que agradar a Dios que a los hombres. Y podríamos añadir que, en la actualidad, con mucha frecuencia, agradar a Dios significa desagradar a los hombres. Con una adición: sufrir las consecuencias de no ir con la masa poco reflexiva en temas trascendentes.
La cultura predominante hoy en día tiende en muchos campos a ser distante de la revelación que ha dado como fruto al judeo-cristianismo. Desde la antigua Ley o Torah hasta la propuesta del Evangelio y las cartas de san Pablo, este mundo de hondas raíces espirituales y valores humanos, siente hoy con fuerza que corrientes muy diferentes tratan de socavar sus bases e implantar nuevos modos de ver y desarrollar la vida. La tensión es grande, pero dichas bases han resultado ser muchísimo más profundas de lo que cualquiera pudiera imaginar y la estructura, aunque se mueve levemente, da muestras de no ser fácil de derribar. Es que no son menos de cuatro o cinco milenios los que la han consolidado.
Sin embargo, para una persona cuya vida tiene como eje el contenido de la Palabra de Dios y la enseñanza y vida de Jesús, así como su mirada puesta en el Reino de Dios -cielo-, la navegación por este mundo se ha vuelto azarosa, los vientos son contrarios y el oleaje tiende a acrecentarse hasta el punto de amenazar con producir naufragio. La solución más fácil es cambiar de rumbo y dejar que la vida sea orientada por los vientos de la época, simplemente por ser los de la época, sin preguntar mucho sobre el puerto al cual conducen y, eventualmente, en cuáles mares se seguirá navegando. Eso sería exactamente tener como consigna máxima de vida agradar a los hombres y punto. Quien quiera agradar siempre a Dios se expone a tener que hacer un recorrido en la vida que con harta frecuencia implicará batallas para no hundirse en las aguas que son solamente humanas y no divinas.
Esta tensión -agradar Dios, agradar a los hombres- es tan antigua como la humanidad. La armonía entre ambos amores siempre está en construcción. El espejismo de una felicidad total, únicamente con lo humano, aparece una y otra vez en el horizonte de hombres y mujeres. Sin embargo, pareciera que su fruto principal es dejar una profunda sed de Dios. Quizás si se comenzara por agradar a Dios, la armonía con los hombres podría llegar por añadidura, aunque nunca faltarán tensiones y rupturas que son parte del precio que hay que pagar por ser de Dios más que del mundo.