Generales de pluma y antimilitarismo
DESDE los días primigenios de la Independencia existe un falso estereotipo negativo del militar, aupado por civiles que evadieron el frente de batalla o por oficiales-burócratas que ascendían desde la retaguardia o el escritorio, se les denominaba oficiales de pluma. Quieren torcer el brazo que empuñó victorioso la espada de la gesta de Independencia, desalojar a los héroes del poder, de la oscuridad salen los oportunistas y leguleyos. El Libertador Simón Bolívar es principalísimo obstáculo para sus ambiciones; conspiran e impulsan el desencuentro entre éste y el turbulento Páez, que bajo la amenaza de ser juzgado por el Congreso, desconoce el Gobierno de Bogotá.
Extiende sus tentáculos el partido antimilitar, antibolivariano. Siendo Bolívar tan popular entre las masas, buscan prevalecer agazapados en las triquiñuelas políticas de la convención de Ocaña; sacarlo del mando o imponer una Constitución que convierta al gran hombre en títere, virtual prisionero del partido antimilitarista. Por falta de acuerdo político, que se hubiese logrado de asistir el Libertador a Ocaña, apuestan al atentado personal.
Eso explica el ominoso intento de asesinar a Bolívar la noche septembrina, que le cuesta la vida al valiente edecán inglés, coronel Guillermo Fergusson; cuando por intervención providencial de Manuelita consigue el ilustre hombre salvarse en angustiosos minutos, al saltar pistola en mano por la ventana del Palacio de San Carlos y evadir el cerco de cobardes puñales. Ese partido antimilitarista le hizo la guerra al precursor Antonio Nariño, que asume la dictadura y el generalato para llevar la bandera granadina de la Independencia al sur del país, donde es derrotado, preso en Pasto y enviado prisionero a España.
Los generales de pluma dirigen el partido antimilitarista en contra de aguerridos soldados que exponen la vida y ganan laureles combatiendo. Conscientes de que al Libertador, moralmente enfermo por la traición, lo ronda la muerte, deciden asesinar al mariscal Sucre, el militar con más ascendiente entre las tropas, al que al toque de somatén lo habrían seguido por la gloria hasta la muerte, como en Ayacucho o en el Portete de Turquí, cuando derrota la invasión peruana.
Desde entonces subsiste un amorfo partido antimilitar en el país, sin la contraparte de un partido militarista, que ni siquiera lo pretendió el Libertador; menos Sucre, quien deja la presidencia del Congreso Admirable para ir a Venezuela a impedir la desmembración de Colombia. Tropas al mando del general Mariño le impiden seguir a Caracas. Sucre, para resolver el entuerto con Páez, sus generales y la democracia, propone que por diez años renuncien todos los generales al gobierno, deja al descubierto su mortal repugnancia por el poder. Tan nobilísimo gesto de desprendimiento se rechaza. Se observa al más grande de los generales de Colombia contrariar la eventualidad de un partido militarista y salir a defender la maltrecha democracia. Ese gallardo espíritu civilista distingue aún a nuestros soldados. Así la sociedad les pague mal.
Alguno se ha preguntado: ¿cuál habría sido la historia del 9 de abril si las tropas no rescatan a Doña Bertha y al presidente Mariano Ospina Pérez, dispuestos al sacrificio?