Al contrario de lo que sucede en las películas, en la vida es corriente que gane el malo, pero un niño no debería saberlo aún, y mucho menos haberlo sufrido ya. El chaval de 15 años que intentó quitarse la vida en San Carlos de la Rápita arrojándose desde un cuarto piso, desde la ventana de su cuarto a la calle, lo sabía, y así lo dejó escrito en la carta de despedida que dejó: "No quiero vivir en un mundo donde la gente mala es aplaudida, y las personas sensibles y nobles de corazón tienen todas las de perder". Su mundo era el instituto, donde los malos, los compañeros que le acosaban y humillaban, eran aplaudidos en la modalidad, tan frecuente en los centros escolares que prefieren mirar para otro lado, de dejarles hacer.
Este chico que cayó desde una altura de 14 metros porque ya no soportaba el suplicio de vivir en un mundo así, no ha sido el único que recientemente ha buscado en el suicidio la liberación. Pocos días antes, dos niñas de 12 años, gemelas, se arrojaron también desde su ventana de un tercer piso en Sallent de Llobregat, y, según se ha sabido, buscando lo mismo, otro mundo, uno que en nada se pareciera al espantoso mundo que tenían que apurar hasta las heces, en su instituto, cada día.
Las atormentaban varios de sus compañeros, según algunos testimonios, no tanto por ser argentinas como por hablar en español y dárseles regular el catalán, y a una de ellas, la que quedó en la acera inerte para siempre, porque expresaba su convicción de ser un chico y pedir que se le llamara Iván. La dirección del centro negó siempre, incluso después de que las niñas se arrojaran a la calle y dejaran también una carta explicando por qué, que hubieran sido víctimas de acoso escolar ninguno.
Ese mundo atroz en el que los malos son, si no aplaudidos, no estorbados, es el mundo del colegio, del instituto, para muchas criaturas, cientos de miles en España, que entienden que se les machaca exclusivamente por ser quienes son, esto es, por existir. Y ven que ni desde los centros, ni desde las consejerías, ni desde el poder político central se hace para evitarlo más que unos supuestos protocolos que, a efectos prácticos, no suelen valer para maldita la cosa.
¿Cuántos chicos y chicas más querrán quitarse la vida? ¿Cuántos habrán de padecer de por vida, si no, las secuelas psicológicas de ese acoso? ¿O habrá asumido definitivamente ese mundo lo que dejó escrito el muchacho de Tarragona antes de estrellarse contra el pavimento, que "las personas sensibles y nobles de corazón tienen todas las de perder"?