¿Desde Adán y Eva el mundo ha sido igual, mejor dicho, las personas seguimos siendo las mismas de siempre o en algo hemos cambiado? Y hablo de cambio porque nuestros primeros padres nos legaron el famoso e innegable pecado original, fuente de todo caos que se presenta en el mundo. A primera vista pareciera que los seres humanos somos tan buenos como siempre y tan malos como siempre. Tenemos unas salidas brillantes en muchos campos de la vida y unas en falso que parecieran borrar las primeras. Pero la aspiración del cambio para bien parece anidar en la conciencia humana pues ella misma es capaz de descubrir lo que hace de la vida un edén y lo que la convierte en un infierno.
El próximo miércoles se inicia la cuaresma. Es un tiempo pensado en la Iglesia para que las personas examinen su vida y cambien lo que sea necesario para acercarse más a Dios. Siendo sinceros ante Dios y ante nosotros mismos hemos de reconocer que no pocas de nuestras lágrimas y tristezas, dolores y sinsabores, tienen su origen en nuestros errores y pecados. Una conciencia bien formada señala con claridad el origen de nuestras dolencias morales, sicológicas, espirituales y también corporales. Y allá es donde tendría que originarse toda transformación para bien. Es como un ejercicio de introspección que permita ver con toda claridad dónde se sitúan nuestras grietas, nuestras malezas -que parecen nunca morir-, nuestras pasiones y deseos desordenados. Como en todo proceso curativo, el primer paso es identificar con nombre propio el mal que nos aqueja.
Algo puede cambiar, o mejor dicho, una persona puede cambiar si conoce en verdad y reconoce el mal que la aqueja y que quebranta su vida, roba su alegría, rompe su armonía con los demás y hasta con Dios y la naturaleza. Mientras no se le ponga nombre concreto al mal que afecta a la persona, su evolución hacia el bien será poco menos que una ilusión. Pero titulado el pecado, pueden entrar a luchar contra él la propia voluntad, las ayudas provenientes de otra persona y, siempre, la gracia de Dios, su Espíritu Santo. Todo esto debe ir acompañado de una voluntad férrea, de un ambiente que favorezca la construcción de nuevas realidades, de unas decisiones interiores que arraiguen un gran amor por el bien que supere todo deseo de mal.
De eso se trata en últimas: de crecer en un profundo amor por el bien, por lo bueno, lo correcto, lo verdadero. Pero quizás para alguno baste el consejo-orden que Jesús da a la mujer sorprendida en pecado: “Vete y en adelante no peques más”. Ciertamente para Dios nada hay imposible, incluso cambiar a los seres humanos. Y eso lo hace merecedor de toda nuestra reverencia y toda nuestra adoración.