Donde no hay primavera
LOS sucesos ocurridos durante este año en el norte de África y el Medio Oriente (la caída de Ben Alí en Túnez, el derrocamiento de Mubarak en Egipto, el levantamiento popular contra el Gadafismo en Libia, las reformas adoptadas en Marruecos y las anunciadas en Jordania, la persistente y valiente resistencia de la oposición en Siria y en Yemen) han sido recibidos con optimismo, como una oportunidad para la democratización de los sistemas políticos de esos países. Por supuesto, la llamada “primavera árabe” está aún lejos de haber florecido. En Siria y Yemen, por ejemplo, Bachar el Asad y Alí Abdalá Saleh parecen estar todavía bien aferrados al poder, podrían incluso sobrevivir a la actual agitación y, además, parecen empeñados en lograrlo a cualquier precio. A su vez, los desafíos de la transición en Libia son inmensos, y tomará años liquidar la nefasta herencia de Gadafi. Incluso en Túnez, tras la exitosa celebración de las primeras elecciones libres de toda su historia, está por verse el rumbo que tome el islamismo político triunfador en los comicios.
Pero aun con todas las dificultades, el panorama no deja de ser promisorio. Con liderazgo, responsabilidad política y el apoyo de la comunidad internacional, quizá algunas de estas naciones puedan pasar definitivamente la página de la autocracia y empezar a consolidar su democracia.
En cambio, hay otros lugares de África donde no ha habido primavera. En Camerún, para empezar, acaba de ser reelegido el presidente Paul Biya, que lleva casi tres décadas en el poder. Más de 30 años han gobernado, por su parte, Teodoro Obiang, de Guinea Ecuatorial, y el angoleño José Eduardo dos Santos, decanos del exclusivo club de mandamases al que también pertenece Robert Mugabe en Zimbabwe, y el hábil y mañoso líder de Uganda, Yoweri Museveni.
Mientras estos “patriarcas” viven en la opulencia, mantienen bajo una férrea represión a la sociedad, persiguen sistemáticamente a la oposición, controlan todos los poderes del Estado, reparten favores y prebendas a amigos y allegados, y se pavonean de tiempo en tiempo por la pasarela de las organizaciones internacionales, la población del África sub-sahariana vive sumida en la miseria, en el terror, en el hambre y en la enfermedad, sin ver ninguno de los beneficios que se derivan de la explotación de los recursos naturales que, como el petróleo, acaban enriqueciendo sólo a unos pocos privilegiados y corruptos.
Y trágicamente, pocas señales hay de que un cambio de estación vaya a producirse para estos pueblos en el corto plazo.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales