“Podemos integrar las ofensas y trascenderlas”
Es bien sabido, por fortuna, que todo cuanto nos ocurre tiene un sentido existencial profundo, que no hay casualidades sino sincronicidades. Comprender para qué sucede cada situación, qué aprendizaje encierra, es una oportunidad que tenemos a cada instante.
Ninguno de los miles de millones de habitantes de la Tierra llegó aquí accidentalmente. Es preciso reconocer que la fuerza del amor es tan inmensa que aún en las circunstancias más extrañas un nuevo ser encarna: la vida se impone a las coyunturas y el ser que está destinado a tener esta experiencia densa en la materia irrumpe en la vida a como dé lugar, a pesar del uso de anticonceptivos o preservativos o incluso atravesando un abuso sexual o experimentando inseminación artificial. Si encarnó, correspondía, pues esa alma -como manifestación pequeña del Espíritu- requiere aprender algo en esta forma humana que conocemos, así haya muerto en el vientre de la madre o a las pocas horas del nacimiento.
Vivir y aprender son sinónimos existenciales, aunque no lo sean desde la lingüística. Así, para efectuar los aprendizajes a los que se comprometió el alma antes de la encarnación hemos de vivenciar multiplicidad de situaciones. Es como hacer las planas de las vocales o de alguna consonante cuando estamos entrando en el proceso básico de lecto-escritura: necesitamos repetir la tarea hasta que aprendemos, cuantas veces sea necesario. Cada aprendizaje encierra sus propias dificultades y requiere el desarrollo de habilidades específicas; para algunas personas fue más complicado aprender la letra m que la r, así como para otras fue arduo diferenciar la c de la s y la z. En la vida como gran escenario educativo aprender a perdonarse y perdonar -soltar, mirarse hacia adentro, amarse y amar, integrarse, reconocerse a sí mismo y a los demás- puede ser más difícil que aprender a administrar un negocio o aplicar la física pura.
Los aprendizajes interiores son en verdad difíciles. Para aprender a perdonar necesitamos ser heridos, lastimados, agraviados. Sin nada que perdonar no es posible ni siquiera imaginar cómo será eso de aceptar lo que pasó, reconciliarse con ello y soltarlo. Cada vez que alguien nos ofende -lo cual puede ir desde un acto de indiferencia hasta el asesinato de un ser querido- tenemos ante nosotros una lección de perdón por efectuar. Parte del aprendizaje es sentirnos ofendidos y reconocernos como víctimas si realmente lo hemos sido. Tenemos derecho a llorar, renegar, hacer pataleta, protestar, incluso a juzgar y condenar a esa persona que nos hizo daño. Y también tenemos derecho a trascender todo ello, pues si la ofensa ocurrió tuvo como sentido último el llegar a perdonar. No se trata de olvidar lo sucedido, sí de integrarlo e identificar en ello una oportunidad para crecer y recordar nuestra conexión esencial con el amor.
Para algunas personas perdonar es más difícil que para otras. Mientras que unas superan el agravio en cuestión de horas o días, otras tomarán toda la vida o inclusive otras cuantas para completar la lección. Perdonar no es un favor hacia el otro, sino un aprendizaje individual que hemos de surtir hasta que ya no sea necesario repetir más planas. Perdonarnos es reconciliarnos con nuestra propia vida.