En la doctrina del derecho público, desde hace varios años, se insiste en la importancia del llamado “derecho a la buena administración”, considerado, en palabras del profesor Jaime Rodríguez Arana -uno de sus principales promotores- un derecho fundamental de los ciudadanos, y, también, un principio de actuación administrativa.
En Europa, en particular a partir del análisis del artículo 41 de la Carta Europea de Derechos Humanos, han proliferado los estudios que explican el alcance de este derecho y su incidencia en la gestión pública y en la realización del principio democrático.
Entre nosotros es la Constitución directamente la que debe utilizarse como referente, pues el cumplimiento de buen número de sus disposiciones que lo involucran, se convierte en desarrollo concreto de la realización de este derecho, cada vez más exigido por los ciudadanos.
El derecho a la buena administración, que parte de la centralidad de los derechos fundamentales de la persona, y que se enmarca en el acatamiento del ordenamiento jurídico en su conjunto, implica el respeto de principios básicos que son corolario de dicho derecho, dentro de los que cabe destacar los de racionalidad, seguridad jurídica, previsibilidad y certeza normativa, proporcionalidad, eficacia, eficiencia, coherencia, buena fe, confianza legítima, responsabilidad, transparencia y debido proceso; al tiempo que supone la mayor objetividad en la toma de decisiones y una preocupación reforzada por la rendición de cuentas.
Esta noción es cercana, sin ser idéntica, al concepto de buen gobierno, que tiene un espectro más amplio, a la par que una muy antigua tradición, pues como recordaba el profesor Meilán Gil, principios para el buen manejo de la res pública se encuentran en La Política de Aristóteles, en el De legibus de Cicerón, o en De Regimine Principis de Santo Tomás, para no aludir sino a algunos textos significativos.
A nivel Iberoamericano cabe recordar, por ejemplo, que el Código de Buen Gobierno del Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo, del que hace parte Colombia, señala que “Se entiende por buen gobierno aquel que busca y promueve el interés general, la participación ciudadana, la equidad, la inclusión social y la lucha contra la pobreza, respetando todos los derechos humanos, los valores y procedimientos de la democracia y el Estado de Derecho”, y que “Los valores que guiarán la acción del buen gobierno son, especialmente: objetividad, tolerancia, integridad, responsabilidad, credibilidad, imparcialidad, dedicación al servicio, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, igualdad de género y protección de la diversidad étnica y cultural, así́ como del medio ambiente”.
Más allá de alcance que efectivamente puedan tener documentos como este, que la doctrina incorpora dentro del denominado “derecho blando”, lo cierto es que las nociones de buena administración y de buen gobierno se encuentran claramente vigentes en el debate público de la región.
No sobra recordar que, a la evidencia de los efectos de la corrupción como amenaza para la estabilidad y la legitimidad del sistema, así como para la realización de los derechos humanos y en especial de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales -como lo ha recordado la Comisión Interamericana-, hay que sumar los efectos de la ausencia de buen gobierno y de buena administración como factores que fragilizan la democracia. En este sentido resulta relevante que todos los gestores públicos se interesen por estos conceptos y orienten en consecuencia sus actuaciones y los buenos propósitos que necesariamente los animan como responsables del interés general.
@wzcsg