

A todas estas, y como puede constatarse plenamente, no ha habido en Norteamérica dos estilos de gobernar más distintos que los de Biden y Trump 2.
Con Biden, los adversarios de Washington se acostumbraron a la lasitud, las reacciones tardías y las incongruencias, así que los talibanes, los persas o los ucranianos explotaron la debilidad imperial de los Estados Unidos a más no poder.
Por su parte, los gobiernos que, por empatía ideológica, o por inercia política, congeniaban con el de Biden, desarrollaron conductas pendulares, aproximándose o alejándose de la Casa Blanca según las conveniencias.
Víctima de su propio invento, Washington se vio todo el tiempo atrapado por corrientes encontradas no solo en el exterior, sino adentro de los EE.UU. y, peor aún, al interior del propio partido Demócrata.
Esa ‘democracia apoplética’ (enferma de apoplejía) se convirtió más temprano que tarde en el símbolo de la decadencia de Occidente.
De tal forma, Daniel Ortega se atornilló en Nicaragua, los talibanes retomaron el poder en Afganistán y Rusia invadió por segunda vez a Ucrania.
Como si fuera poco, los norcoreanos enviaron tropas a combatir en suelo europeo, los persas y sus proxy atacaron directamente el suelo israelí y tan solo los chinos se abstuvieron - ¡inexplicablemente! - de invadir a Taiwán.
De hecho, J. Sullivan, el asesor de Seguridad de Biden, llegó a sostener, en un sesudo texto para Foreign Affairs que el enfoque de su gobierno consistía justamente en tolerar esas políticas exteriores oscilatorias porque, de lo contrario, EE.UU. se habría quedado sin aliados en un abrir y cerrar de ojos.
En cambio, el estilo Trump 2, histriónico, sobreactuado y altanero, es el antónimo del conformismo complaciente.
En la práctica, eso significa dos cosas.
Ante todo, que con Trump desaparecerá el juego de la ambivalencia, la acomodación y el vaivén admitido y promovido por Biden, o sea, que los países que quieran mantener una relación fluida con los EE.UU. tendrán que dar muestras de ‘reciprocidad compatible’.
Por el otro lado, los países aliados tendrán una oportunidad inmejorable para expresar sus condiciones, aportes y expectativas con las que, de tú a tú, deben comportarse los verdaderos socios estratégicos.
En tal sentido, un estilo como el de Trump 2 valorará mucho más la transparencia activa y la versatilidad del “vis-à-vis”, de tal modo que decirse las verdades y exigirse mutuamente sin ambages, ni bajando la mirada, resultará mucho más productivo para los países que valoren la relación con los Estados Unidos.
En resumen, se trata del fin de la ‘diplomacia pendular’ y de las lealtades compartidas para asumir, ya no el alineamiento en desuso, propio de la Guerra Fría, sino la ‘cardinalidad retributiva’, o sea, la diplomacia abierta, pero al mismo tiempo confiable, asociada y rentable.