Aunque quería escribir sobre las oportunidades y riesgos de la etapa exploratoria de las posibles negociaciones con las guerrillas, dedico este espacio a un asunto atinente a la honra personal que, no obstante, también se relaciona con la pacificación del país.
Estimado Dr. Londoño:
Incontables experiencias han permitido afirmar que durante las guerras la principal sacrificada es la verdad. Por lo tanto, si lo que queremos es avanzar hacia la terminación de la guerra interna, que tanto a Ud. como a mí nos ha golpeado, tenemos la obligación moral y política de ser fieles y leales a la verdad. Y si, como a toda persona puede ocurrirle, nos equivocamos, estamos llamados a afrontar esa equivocación con la valentía propia de aquellos caballeros de los autores clásicos que Ud. empezó a leer desde temprana edad. Pero no solo estamos llamados a corregir la equivocación; también estamos obligados a procurar resarcir el daño.
¡Sí, Dr. Londoño, el DAÑO!: las mentiras o las verdades a medias -que son lo mismo aunque más peligrosas- no producen sino daño a la dignidad de la persona contra quien se dirigen y, cuando se expresan desde un medio de comunicación, el daño puede extenderse a las comunidades de las que forma parte el ofendido. Ahora bien, dependiendo de la fortaleza o debilidad moral del agredido, la mentira suscita resentimientos y hasta sed de venganza que incluso pueden llegar a afectar a personas ajenas al asunto.
Dicho lo anterior, vamos al grano. En su editorial de la “hora de la verdad” (del lunes 27 de agosto, replicado, en parte, en su columna en el diario La Patria) y a raíz de la condena en primera instancia al brigadier general (r.) Del Río, Ud. tuvo la osadía (para unos) y el flagrante abuso (para otros) de referirse al suscrito como “un despreciable traidor del Ejército mismo”. Claro está que en hábil maniobra de la técnica jurídica no mencionó ni mis nombres ni mis apellidos. Sin embargo, como reza el adagio “para el buen entendedor pocas palabras bastan”, y bien sabemos que hay muchos “buenos entendedores” entre sus oyentes, entre los mismos que se cuentan muchos militares retirados e, incluso, activos.
Entonces, en la “excusa” que esgrimió para no mencionar mi nombre quedó al desnudo su talante al decir “un traidor cuyo nombre no menciono porque este tipo de personas no merecen que se les nombre”.
En fin, se agota el espacio y solo alcanzo a formularle dos preguntas:
1. ¿Cómo se explica que quien escribe no haya “traicionado” también al general (r.)Víctor Álvarez, con quien trabajé en Urabá durante el semestre inmediatamente anterior a la llegada de Del Río?
2. ¿Cómo se explica que un “coronel traidor” no haya sido sujeto de un consejo verbal de guerra ni antes ni después de su salida de las filas militares?
Por favor, Dr. Londoño, reflexione y actúe con responsabilidad social.