CARLOS MARTÍNEZ SIMAHAN | El Nuevo Siglo
Sábado, 22 de Septiembre de 2012

Jerusalén

 

La historia de Jerusalén es la historia del mundo, dice Sebag Montefiore en su biografía de la Ciudad Santa. En más de ochocientas páginas el autor recorre, cronológicamente, desde los tiempos de David hasta la Guerra de los seis días (1967). Allí aparecen los Reyes de Judea, los persas, los macedonios, los macabeos, la Aelia Capitolina y Tito, el general romano, Masada y Eleazar el Galileo, Saladino, Solimán. También Napoleón y Diisraeli, los rusos,  las revueltas árabes y la creación del Estado de Israel.

En el ámbito de la Ciudad Sagrada han sucedido todos los enfrentamientos, destrucciones, masacres, guerras. También han puesto su planta todos los profetas. Cada quien le reza a su Dios creyendo que hay un solo Dios: el suyo. Allí coinciden y se enfrentan las tres religiones abrahámicas,  cuyos conflictos no han permitido la paz del mundo. “Es éste un lugar de tanta delicadeza, dice el autor, que la literatura judía lo describe siempre en femenino, siempre una mujer viva y sensual, siempre una belleza, aunque en ocasiones también una desvergonzada ramera, a veces una princesa herida  abandonada por sus amantes”.

¿Cuándo empezó el choque de civilizaciones que estremecen nuestros días? Entre la historia y la leyenda se afirma que la primera cruzada, 1095, ordenada por Urbano II y, la única victoriosa, abrió las puertas del infierno cuyas llamas amenazan la estabilidad de las naciones en esta segunda década del siglo XXI. No, el culpable fue Abraham por acostarse con Agar y engendrar a Ismael, replican los eruditos en la Biblia. O, ¿fue Sara por concebir tarde a Isaac, el hijo de la promesa?     

Coincido con Sebag Montefiore que el asesinato de Sadat (1981) fue la prueba contemporánea del poder del fundamentalismo árabe. O, por lo menos, Occidente supo entonces de ese movimiento que pretende incluir en las constituciones la obligatoria observancia de las leyes coránicas. Tal poder político se acrecentó en la “primavera árabe” y no ha dejado consolidar los nuevos gobiernos. El presidente de Egipto, Mohamed Morsi, no encuentra el camino para gobernar con independencia y en democracia. Libia, después de Gadafi, es una bien organizada anarquía armada. En Siria, solo se oye el ruido de los disparos asesinos. En Sudán, la muerte de los diplomáticos norteamericanos indica la sensibilidad religiosa de las masas islámicas, herederas de las iras del profeta. Y hacen su aparición los salafíes, enemigos de la modernidad y aspirantes a un califato universal.

La civilización occidental, en crisis, no encuentra la respuesta ante los retos que vienen del desierto. Como la arena tapa los ojos, la incógnita de Oriente no ha sido descifrada. Los problemas religiosos y fronterizos nunca se superan. Y allá, en “la única ciudad que existe dos veces, en el cielo y en la tierra”, se intrincan ambos factores. ¿Cuánto se demorará Irán en lanzar la bomba atómica? ¿Israel se cruzará de brazos? ¿Sobrevivirá Jerusalén?