Hemos reflexionado en torno al régimen de verdad global e imperante denominado “posverdad” y sus patéticas y nocivas consecuencias en diversos ámbitos. Hoy quiero destacar específicamente la epifanía de tal mentira útil en el contexto bélico actual, que mantiene en vilo no sólo a dos países implicados, sino a toda la humanidad. Y, en particular, nos vamos a centrar en nuestro rol de espectadores e intérpretes lejanos de un hecho tan delicado, y tan banalizado en nuestros días.
Bien es sabido que las guerras sacan a relucir lo más miserable y despreciable de nuestra condición humana, sólo basta prestar atención a los registros historiográficos para apreciar la cantidad innumerable de atrocidades de las que somos capaces en el marco de las situaciones bélicas. Ahora bien, mientras que en el transcurso de una guerra hace más de medio siglo la comunicación de los hechos y acontecimientos consistía en un sistema precario de distribución mediante un aparato de propaganda estatal bastante rudimentario, el presente se está caracterizando por la diseminación permanente de “información” al alcance de la mano de cualquier mortal.
La paradoja evidente se percibe al notar que si bien aparentemente todos podemos conocer absolutamente todo lo que sucede mediante un cúmulo de material de muy dudosa procedencia, todos conocemos nada. Es por ello que se suele decir, casi al estilo de un cliché, que en las guerras siempre la primera víctima es la verdad. Pero, ¿qué es eso de “la verdad”?
Se trata del problema filosófico favorito desde presocráticos hasta nuestros días: poder distinguir entre lo ficcional y lo real, entre el relato y el hecho, entre lo subjetivo y lo estrictamente objetivo. Nada de otro mundo: pretender conocer algo es querer buscar una verdad donde hay incertidumbre. El gran inconveniente que tenemos en nuestros días se sustenta, justamente, en dos ejes básicos: el abandono voluntario a la pretensión del conocer objetivamente, ya sea por el imperio de una ideología intencionalmente relativista, o por el simple hecho de vivir inmersos en un sistema de vida en el cual la desinformación es prácticamente la herramienta más eficaz para dividir y reinar.
Es probablemente imposible saber a ciencia cierta qué demonios está sucediendo cabalmente en el presente conflicto y su correspondiente show mediático. Pero, más allá de las posturas fundadas en argumentos provistos por medios de comunicación y gobiernos podemos enunciar ciertos sucesos que escapan al relativismo vago y perezoso: se trata de un conflicto diplomático y bélico en cuanto que la armada de una nación le dispara municiones a la armada de otra. Existe un éxodo real de ciudadanos de un país a Estados limítrofes. Hay muertos, no importa cuántos. Hay, indudablemente, un conflicto de intereses económicos, territoriales, políticos y militares. Hay una genealogía cartografiada de las pretensiones claras que tienen los bandos participantes. Hay una clara identificación del rol de mando que tiene cada uno de sus protagonistas. Pues bien, en lugar de analizar lo que se da, al parecer la humanidad ha decidido deglutir sin aderezo alguno casi la totalidad de las ficciones brindadas.
Ante la existencia inauténtica de un ser que ni siquiera se pregunta por su ser, la filosofía nos permite tomar distancia del humo de discoteca mediático y leer la situación de otra manera, pretendidamente más honesta: no se trata de la trillada distinción entre buenos y malos, sino, como señalaba Maquiavelo, el asunto se dirime a partir de la consideración misma de la política, entendida por él como una búsqueda constante del poder, con un grado considerable de independencia de cualquier pretensión moral común. Intentar comprender las motivaciones que llevan a un jefe de estado tomar la decisión de invadir un país, e intentar comprender las razones por las cuales el presidente del país invadido ha decidido resistir y buscar apoyo internacional (a cualquier costo) es una empresa reflexiva que está en proceso y que nos llevará años poder dilucidar. Lo que sí podemos hacer nosotros, los simples ciudadanos de países que se encuentran geográficamente alejados de la zona de conflicto, es pensar con sensatez, o, como decía Ludwig Wittgenstein, “sobre lo que no se puede hablar, mejor callar”, que, interpretado en sus códigos lingüísticos debe traducirse estrictamente en “si no conoces cabalmente aquello de lo cual se habla, mejor no emitas juicio”.