Creo profundamente en que todo lo que nos ocurre en la vida tiene un sentido, un propósito que al sumarse con otros crea aprendizajes básicos para la evolución, tanto individual como colectiva.
Es por ello que juzgar las cosas como buenas o malas en realidad no aporta mucho a los procesos. Cuando lo que vivimos es como queremos y lo hemos planeado, la existencia parece ser maravillosa y llegamos a afirmar que la vida nos sonríe. Lo cierto es que también lo hace cuando lo proyectado nos sale al revés o de plano no nos resulta. Sí, hay situaciones que no nos gustan, pero como finalmente la vida es tal como es y no como queramos que sea, podemos desgastarnos mucho en quejas y lamentaciones, cuando lo sensato sería identificar el significado profundo que se halla en lo que ocurre y que nos permite aprender.
Tenemos la costumbre de calificar lo que nos pasa. Eso hemos aprendido y lo continuamos transmitiendo a las generaciones venideras, y es parte de las vivencias humanas. Quisiésemos que la evolución fuese una recta ascendente, que siempre todo fuese mejor: a pesar de que esa es una aspiración legítima, la vida nos muestra otra cosa. Estamos “muy bien” y de pronto desarrollamos una enfermedad, tenemos un accidente, se rompe una relación, se cae algún proyecto, perdemos un puesto de trabajo, quebramos o nos visita la muerte. Todo ello pasa en medio de la cotidianidad y nada es gratuito: todo ocurre cuando corresponde y se va ajustando pues la vida es sabia. Al reconocer esto podremos vivir más fluidamente.
Una de las grandes claves de la vida es confiar en ella. No estoy revelando aquí ningún secreto, pero ocurre que ese tema de la confianza se nos puede dificultar, y bastante: es aquí donde entra el sentido de trascendencia, la relación que establezcamos con aquella fuerza superior que genera nuestras vidas, la Vida. Creo en Dios -Madre, Padre e Hijo- y en que firmamos con esa Trinidad un contrato sagrado antes de encarnar. Lo que estamos haciendo aquí es cumplir ese pacto, nos demos cuenta de ello o no, enmarcados en la posibilidad de decidir desde el libre albedrío. Creo que estamos guiados todo el tiempo, pero vivimos tan agobiados en los agites del día a día, tan enfrascados en cumplir expectativas propias y ajenas, y tan enfocados en perseguir sueños en vez de construirlos, que no nos percatamos de que no estamos solos, de que tenemos asistencia inmediata, sin necesidad de marcar ningún número telefónico.
Hay fuerzas más grandes que nosotros que podemos invocar para ser guiados: Dios, ángeles, seres de luz, energías supremas, campos superiores de información… les podemos llamar de múltiples maneras; lo cierto es que si pedimos se nos responde. Quienes no lo hayan evidenciado, pueden hacer el experimento, para que no sean unas palabras ajenas sino la propia experiencia la que demuestre que es posible confiar, que la vida se auto-organiza, que el amor prevalece sobre dolores, miedos, culpas y rabias. Aprendamos a confiar o consolidemos la confianza. Aunque las cosas no resulten como queramos, finalmente vamos a aprender lo que necesitamos para seguir creciendo.