Durante los últimos dos meses, más de un tercio de la población mundial ha vivido, con mayor o menor intensidad, y con sujeción restricciones que varían de un país a otro, en confinamiento obligatorio. La cuarentena, que por ahora parece ser el mecanismo más idóneo para ganar tiempo en la carrera contra el pico de contagio de la Covid-19, ha supuesto la suspensión de buena parte de las actividades cotidianas de las personas, la interrupción de la vida social, y la hibernación de una porción importante de la economía. La pandemia ha mostrado cuán disruptivos pueden ser los riesgos globales, ante los cuales ningún Estado puede ni podrá jamás, por definición, estar suficientemente preparado.
Algunos Estados han comenzado a planear el paulatino retorno de sus sociedades a una “nueva normalidad”, que por ahora es, en muchos aspectos, una tierra incógnita de la que poco se conoce realmente, salvo que habrá de ser una muy distinta a aquella trastocada por la irrupción de la pandemia. Poco a poco, habrá también una “nueva normalidad” en las relaciones internacionales, bien sea porque la Covid-19 acelere la trayectoria de procesos históricos que ya estaban en desarrollo o bien porque los ralentice, o acaso porque constituya un verdadero punto de inflexión en el curso de los acontecimientos.
Como sea, no hay que ser clarividente para advertir que, al confinamiento de las sociedades, podría seguir un creciente “ensimismamiento” de los Estados. La conducta de muchos de ellos ya acusa los signos de la introspección. Esa tendencia es tan comprensible como peligrosa; y plantea uno de los mayores retos para la superación de una crisis global, que requerirá esfuerzos igualmente globales, difíciles de materializar exitosamente sin la cooperación, la articulación y la sincronización que sólo pueden conseguirse renovando la apuesta por una gobernanza -también necesariamente global- mejorada y reforzada.
En el corto y mediano plazo, los gobiernos de cada nación enfrentarán ingentes presiones internas relacionadas con la recuperación económica y la atención de las demandas de su población, en un contexto de descontento social y latente agitación política; y a ello orientarán la mayor parte de sus recursos y capacidades.
El ensimismamiento podría darse igualmente en el plano comercial y económico. La Organización Mundial del Comercio prevé un desplome del comercio mundial de mercancías entre el 13 y el 32 % este año. Muchos Estados podrían caer en la tentación de girar hacia el proteccionismo y el cierre de sus mercados (una pendiente por la que algunos, de hecho, ya se estaban deslizando). Incluso cuando se reabran algunas fronteras, nuevos condicionamientos sanitarios podrían seguir restringiendo la movilidad internacional de personas y la circulación de bienes, en una economía que depende, hoy como nunca, de cadenas globales.
La introspección podría también afectar la ayuda internacional al desarrollo, y comprometer el logro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible en países ya particularmente sensibles y vulnerables, lastrados además por la carga colateral de la pandemia.
Y, por si fuera poco, el ensimismamiento puede acabar de fertilizar el campo -ya abonado en muchos lugares- del nacionalismo, la xenofobia y el nativismo antiglobalista.
Justamente, lo que el mundo menos necesita para encarar el futuro. Justamente, el “otro confinamiento” que es imperativo evitar.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales