Las preferencias electorales van decantándose por motivos que no son necesariamente los más técnicos, ni los más acordes con los sabios planteamientos de los expertos en complicados modelos económicos que anidan en los pelotones de tecnócratas que aportan a las campañas su respetable cantidad de materia gris.
Los electores son más aterrizados. Desconfían instintivamente de los científicos que van tan a fondo de los problemas que se ahogan en las profundidades, o vuelan a tal altura que quienes tienen los pies en la tierra los pierden de vista.
El secreto de los que aciertan está en privilegiar la verdad que lleva adentro el sentido común popular. Escucharlo permite descubrir el remedio fácil de aplicar y explicar con sencillez. Este camino con frecuencia se ignora, hasta que los resultados desastrosos le dan la razón al sentido común.
Y esto sucede no porque los proponentes sean ineptos, al contrario, suelen ser los más brillantes y capaces, sino porque no se puede gobernar desde las alturas del conocimiento a ciudadanos pegados a la tierra, que deben vivir los problemas a ras del suelo y no saben con qué se comen los refinados modelos económicos de Friedman, que todos admiramos, pero si conocen muy bien la harina con que se amasa el pan del desayuno. Conocen las circunstancias que los rodean y las viven como vienen, porque no les queda más remedio.
Y reaccionan con menor o mayor ímpetu según el dolor que sientan.
Sí, reaccionan como cualquier ama de casa a la que un alza de precios le recorta el mercado.
Esta es la primera lección que reciben los gobernantes de sus gobernados. Puede que no de economía, pero sí de gobierno. Por eso la opinión unánimemente se pregunta ¿a quién se le ocurre aumentar los impuestos de los artículos de la canasta familiar? La impopularidad que se gana quien suba la comida no se olvida nunca. Cada ciudadano ayuda a subirla al desayuno, al almuerzo y a la comida, si acaso puede seguir disfrutando de los tres “golpes” cotidianos.
Una popularidad inflada con hambre y amargura crea un pésimo estado de opinión, que entorpece el desarrollo de otros planes de gobierno, por excelentes que sean y por mucho entusiasmo que hayan despertado cuando los propusieron. Todo le resultará más costoso al gobierno porque su decisión sobre la comida lo pone a nadar contra la corriente y deja el plato servido para las movilizaciones populares y el descontrol del orden público.
La estrategia opositora quedó vigorizada. Todavía está fresca la memoria de la campaña presidencial del general Rojas Pinilla, que salía a las manifestaciones de sus partidarios yuca en mano e invitaba a comparar los precios que tenía primero en su gobierno y después en los sucesores. Reputados economistas de la época se reían del general y su “estrategia de la yuca”. Pero se les quitó la risa cuando el día de elecciones Rojas estuvo a punto de obtener la mayoría.
Viendo la indignación que despierta el solo anuncio de una posible alza en los componentes de la canasta familiar, es inevitable repasar episodios de la historia reciente. Ojalá también los recuerden los autores de la fórmula. Porque créanlo o no, tendrá sus consecuencias.
Por lo pronto dicen que Petro inicia campaña, con aguacates en la mano…