Lo contrario de la democracia es el gobierno de facto. Un gobernante elegido popularmente no recibe un cheque en blanco para violar la Constitución y la ley. La democracia tiene sus fundamentos institucionales que deben ser respetados, no solamente por todos los ciudadanos, sino por quienes ostentan los más altos cargos y responsabilidades del sistema. Lo gobernantes tienen derechos y deberes, como los tenemos los ciudadanos del común. Cuando un poder estatal mediante las vías de hecho, convoca la poblada a presionar a otro, sobrepasa sus funciones legales y linda con el golpe de Estado, al intentar en este caso amedrentar a la Corte Suprema, las otras cortes, la Fiscalía y el Congreso.
Nuestra democracia se fundamenta en el equilibrio de poderes. Al violar el sistema por cualesquiera de las partes se produce un choque contrario a la Constitución y la ley, que debe ser de inmediato conjurado por la Corte Constitucional. Se trata de los contrapesos que establece el sistema para defender la democracia. Democracia que no solamente se fundamente en el voto popular, sino que obedece al debido respeto a las propias competencias que tiene el gobernante y la magistratura. No es conducente que los representantes de esos poderes se declaren la guerra, ni que la Fiscalía entre en polémicas por sus decisiones, ni que el gobernante salga a cuestionar sus actos, así esté en juego su cargo y un hijo esté comprometido en imputaciones graves sobre los dineros de la campaña presidencial. En este caso compete a los abogados defensores actuar a favor del acusado y al gobernante, respetar las decisiones judiciales. Además, la Fiscalía investiga y acusa, más la instancia superior es la justicia que debe esclarecer los hechos y juzgar. Tampoco, le corresponde al ente acusador entrar en debates públicos sobre sus decisiones, puesto que los funcionarios judiciales se deben expresar por sus providencias y no por emotivas declaraciones a los medios.
Cuando el gobernante convoca a sus seguidores y funcionarios a protestar contra la Corte, la Fiscalía y el Congreso, desborda sus funciones y entra a presionar a la Justicia, lo que no le compete y puede fomentar un choque de trenes de gravísimas consecuencias desestabilizadoras de la democracia. Por fortuna, en la asonada del jueves pasado contra las cortes y la Fiscalía, lo magistrados que fueron sitiados, amenazados, ultrajados y alguno golpeado, las autoridades policiales los pudieron rescatar indemnes y en helicópteros del edificio. Ese bochornoso espectáculo lo siguieron por los medios de comunicación los colombianos y en el extranjero. Si no hubiesen actuado las fuerzas policiales con prudencia y firmeza, quizás toda Colombia estaría de luto por la muerte de uno y varios magistrados. Ningún ciudadano de bien quiere que en Colombia se repita una tragedia como la del Palacio de Justicia.
Lo peor es que la protesta surgió por el descontento del gobernante, irritado cuanto no sale pronto el humo blanco con la elección de una de sus candidatas a la Fiscalía. Esto cuando, precisamente, los altos funcionarios estaban reunidos para seguir estudiando la terna. Elegir alguna en tan confusas circunstancias habría sido interpretado por la opinión pública como un acto de debilidad. Fuera de eso, el mandatario, que había convocado a la protesta, dejó pasar las horas de angustia y de grave peligro que sufrieron los magistrados, dado que ni siquiera tenían un sistema de protección apropiado, pese a la trágica experiencia del asalto contra el Palacio de Justicia en tiempos del presidente Belisario Betancur. En medio de los disturbios y el temor por la vida de los magistrados, tardíamente el gobernante reacciona y ordena a los mandos de policía que intervengan para evitar que corra la sangre de los magistrados y funcionarios judiciales.
La democracia le da un mandato popular al gobernante para que actuar en concordancia con los otros poderes, intentar desbordar, apabullar, presionar, desprestigiar, forzar la voluntad de los magistrados, es inconducente y linda con la amenaza de golpe de Estado dentro del sistema, lo que rompe el equilibrio de poderes esencial para que opere con efectividad la democracia. Esto en momentos en los cuales el presidente, mediante sucesivos decretos sin que el Congreso le apruebe sus reformas, entra a gobernar por decreto, es decir, de facto y abusando del poder.