Desarmar los espíritus | El Nuevo Siglo
Viernes, 30 de Diciembre de 2016

En septiembre de 1988, cuando Enrique Santos Calderón me abrió las puertas de El Tiempo, escribí una columna que llamé “Despejar los espíritus”. 18 años después, y luego de tantos cruces de memoria, muerte y aprendizaje; de sangre, exilios y esbozos de perdón, sigo haciendo un llamado en el mismo sentido.

Nos aguardan situaciones de una complejidad nunca vista; si bien somos magister en guerras, estamos -así tengamos premio Nobel- en el kínder de la paz. Y desde antes de empezar la franja histórica del postconflicto, no podemos permitirnos egoshows en el que cada quien quiera salir victorioso de manera individual; no es tiempo de seguir aferrados a las formas arcaicas de hacer política, en las que era relevante imponer odios y marcar territorio.

La paz es mucho más exigente que la guerra: requiere más inteligencia, más generosidad, más humanidad y apertura en la palabra misma, y en las concepciones de autoridad, democracia e inclusión. No hay mayor bien común, mayor derecho y anhelo, que vivir en paz. Pero eso no es gratis ni crece silvestre. Tiene un costo muy alto, que el escenario internacional, el congreso y las altas cortes, nos dieron vía libre para pagar. El balón de hacer viable lo pactado, está en nuestra cancha.

La paz exige comprender que el bien común está por encima del narcisismo. Si el pueblo de Colombia logra desarmarse física y espiritualmente, los caudillos pasarán a un quinto plano, y  será irrelevante quién tenía la razón, quién mintió, quién ganó o quién perdió en las contiendas electorales del año que termina. Leyes como la de amnistía, aprobada hace un par de días en el Senado, son las que marcarán los derroteros de un nuevo país, y pretender aferrarse a la cultura del odio, será tan primitivo como inútil.

Urge aprender a respetar las razones y perspectivas de los otros, con lente siglo XXI, y ni matar ni morir ahogados en pretensiones de triunfalismos trasnochados. Por ejemplo, los recientes cruces de mensajes entre el gobernador de Antioquia y las Farc, parecen escritos no con los balígrafos modelo 2016, sino con los kilométricos de los años 70. Como decían en el colegio: “bájenle al tonito”.

Los invito a des-escalar el lenguaje, comenzando por recuperar los nombres de las personas.

Mi mamá -sublime, pequeña gran maestra de vida, artes y humanidades- ha insistido desde el día de la firma del primer acuerdo en La Habana, en la importancia de llamar por sus nombres a los ex guerrilleros. No es maquillaje ni un tema semántico: es un símbolo, con efectos en la conducta. 

Los alias asesinaron, secuestraron y traficaron; los nombres se reincorporan a la vida civil. Por mi parte, haré cuanto pueda para que Timochenko se quede en el pasado negro de Colombia; y Rodrigo Londoño y la democracia se reconozcan mutuamente, y aprendan a reconstruirse, en un país vivo, plural y posible.

Con la venia de Fidel Cano -porque me parecen las palabras perfectas y la intención correcta- retomo para ustedes, parte del mensaje enviado hace unos días por El Espectador: “Que el 2017 nos encuentre unidos, en paz y construyendo juntos un mundo mejor”.

ariasgloria@hotmail.com