DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 21 de Diciembre de 2012

El fin de un mundo

 

Según  los más aterradores pronósticos de los mayas, hoy debería acabarse el mundo. El planeta no desapareció, pero sí se está hundiendo el mundo de los niños, con  episodios tan espeluznantes como el de la escuela de  Newtown, Connecticut.

La tragedia es, por sí sola, de una insensatez máxima. Peor aún cuando constituye el más reciente eslabón de una cadena de tiroteos similares, la plaga maldita de asesinatos colectivos en escuelas, donde las víctimas son niños inocentes y los asesinos unos sicópatas desalmados, cuyos demonios internos se desatan en cualquier momento.

Pero, más allá de los casos individuales y del espectáculo de la bestialidad humana desatada, es evidente que se está ensombreciendo el universo infantil, invadido por las peores expresiones de violencia, donde estos crímenes colectivos son apenas el reflejo de los juegos espantosos, que llenan de crueldad una gran proporción de los juegos de video.

La  temática de ahora es inusitadamente feroz. Y  al repetirse una y mil veces está creando un mundo artificial de crueldad infinita en personas que, por su edad, son más impresionables por unos ejemplos que escandalizan hasta al más endurecido de los delincuentes del cine.

Está probado que, en muchos casos, las escenas de la televisión causan impresiones más profundas que las recibidas en la vida real. Y en los juegos de video, a los cuales tienen acceso ilimitado los niños, la violencia extrema es de unas dimensiones insospechadas por padres y maestros.

En la pantalla chica los juegos están repletos de crímenes, que van desde el hurto simple hasta las torturas y asesinatos de la peor especie. Gana quien mate la mayor cantidad de figuras que desfilan como una sucesión de objetivos, a los cuales hay que asesinar en el menor tiempo posible.

Y no son cualquier clase de homicidios. Los disparos arrancan piernas y brazos, inundan la pantalla de sangre, los heridos agonizan en medio de convulsiones asquerosas, entre cadáveres desmembrados y cabezas cercenadas… y esas escenas se repiten hasta el infinito, pues basta apretar el botón del replay para acribillar a los animales, niños, adultos, soldados, civiles, hombres, mujeres y zombies que desfilan ante los fusiles más sofisticados o explotan en medio de una lluvia de granadas o al pisar un campo sembrado de minas.

Ni siquiera para guardar las apariencias traen estos juegos algún castigo a la maldad. Gana quien mate más en menos tiempo, y el premio consiste en repetir la masacre o en pasar a un nivel superior,  donde las matanzas son peores.

¿Cuántos asesinatos ha visto un niño de diez años? ¿Cuántos ha cometido por propia mano desde el control frente a la pantalla? ¿Cuántos un niño de ocho? ¿Cuántos uno de cinco?  ¿A qué edad tienen acceso a este mundo macabro?

Las predicciones de los mayas, o mejor dicho las predicciones que sus intérpretes dicen que hicieron los mayas, no se cumplieron.  El mundo no se acabó. Pero el mundo de los niños sí. Lo está reemplazando el feroz mundo donde reina la violencia e impera la cultura de la muerte, que se abre al oprimir el  play  de esos abismos de ficción que, cada vez con más frecuencia, se convierten en realidad.

Como la tierra no se acabó hoy, sería bueno reconstruir ese mundo infantil, con el renacer del Niño Dios en los corazones e inspirados en el sagrado respeto a la vida.