DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 17 de Octubre de 2014

Una mujer revolucionaria

 

Se inició en Ávila, España, la conmemoración de los 500 años del nacimiento de Teresa de Jesús. Una verdadera Mujer, con mayúscula, que vivió en el siglo XVI. Dueña de su pensamiento, de su espiritualidad, de sus letras, entendió que el libre albedrío era una condición que Dios le concedió al hombre para que lo ejerza a plenitud y así lo hizo en cada uno de los minutos de su vida. Siempre fue atemporal, y por eso sigue tan vigente hoy como cuando recorría en  una incómoda carreta los caminos de su tierra.

Contrasta su ejemplo con la mujer de hoy, supuestamente “libre” pero, en realidad, atada a unas extenuantes jornadas laborales, comprometida con más tareas de las que puede ejecutar, responsable de unos hijos a los que no tiene tiempo de atender, pegada al celular, a la tableta, y forzada a cuidar  con esmero la alimentación, el gimnasio y la vida social, mientras disimula el cansancio, mostrándose siempre sonriente y guardando en el corazón “las culpas” que le han fabricado para asegurar su sometimiento.

¿Cómo hizo Teresa para hacer respetar su pensamiento, para interactuar en los círculos intelectuales, para confrontar a sus detractores, para enfrentar a sus enemigos, para reformar el Carmelo calzado, para sumergirse en la contemplación y al mismo tiempo salir al mundo ávida de nuevas Fundaciones?

Su secreto fue la oración, la confianza absoluta en la voz interior que le susurraba su presencia. El saberse habitada por Él, la llenó de certezas. Navegó en las profundidades de su propia alma para conocerse y conocerlo. No inició una búsqueda desesperada de sentido fuera de sí. Supo que la respuesta estaba en su interior. Se reconoció plenamente en su filiación divina y no se sometió al yugo de los hombres.

Estaba empoderada por Dios para ser una mujer feliz. Sí, feliz. Como lo afirmó el Papa Francisco hace unas horas, en el inicio del año jubilar, por los 500 años del nacimiento de Teresa: “La verdadera santidad es alegría, porque un santo triste es un triste santo”. “Los santos, antes que héroes esforzados, son fruto de la gracia de Dios a los hombres”. Y aclaró así el significado de la alegría, “no se alcanza por el atajo fácil que evita la renuncia, el sufrimiento o la cruz, sino que se encuentra padeciendo trabajos y dolores mirando al Crucificado y buscando al Resucitado”

Veo tanta tristeza en las mujeres que he encontrado, en las últimas dos semanas, que me pregunto cómo podrían conquistar su libertad y ser las Teresas del siglo XXI. En pocos días conocí una azafata que carga a cuestas el dolor de haber sigo violentada sexualmente por su jefe, una campesina violada por un grupo guerrillero cuando se resistió a permitir el reclutamiento forzado de su hijo, una brillante profesional sin brillo en los ojos por la violencia del pasado instalada en su mente, una mujer madura que confesó finalmente a su familia que fue abusada durante 20 años por un vecino, una madre que enloqueció al ver que la guerrilla escondía un secuestrado en los predios de su propia finca, una exmonja condenada a la dependencia afectiva para poder sobrevivir y una ejecutiva aterrorizada ante la violencia emocional que ejerce su marido. ¿Eso es vida?

Cómo hace de falta una Teresa de hoy que alce la voz en el Sínodo de la Familia, para que la mujer a “quien Dios confió al hombre,” como lo dice  Juan Pablo II en su Carta apostólica Mulieris Dignitatem, no siga soportando sobre sus hombros las cargas y culpas de una catolicidad divorciada de la Misericordia de Dios.