Cada día tendremos que ser más precisos en los temas religiosos. Por ejemplo, hoy comienza la llamada semana santa para los católicos. Pero ya para muchísima gente no tiene ningún carácter sagrado, entre otras razones, porque el aspecto laboral se conserva hasta el miércoles. Pero sobre todo porque para multitudes enteras el único y principal plan es el descanso y descanso a la colombiana, o sea, como dicen los jóvenes, nada que ver.
Pero no importa. Lo valioso es que los católicos que entienden y quieren realmente su fe pueden hacer de estos días un camino especialmente interior y trascendente. Como puede suceder también en la navidad cristiana, no la pagana. Ese camino implica ponerse de frente a la obra de Jesús a través de la liturgia e ir haciendo un proceso interior de apropiación de esta realización divina hasta que toque lo más íntimo de la propia condición humana y la vaya moldeando cada vez más según la figura única de Jesús. ¿Suena muy extraño hablar hoy en día de un camino interior?
Pues para que estos días que empiezan a correr desde hoy, domingo de ramos, puedan ser santos, conviene ponerse en el plan de darles tal carácter. Acaso un ejercicio espiritual. En este marco, la persona toma la decisión explícita de que en esta semana lo que atañe a Dios y a su fe ocupen lugar primordial. Tendrá un tiempo más amplio para orar. Jesús pasaba noches enteras en oración. Procurará tomar en sus manos la Palabra de Dios y una vez más o quizás para empezar, la leerá en tono de oración. Hará el esfuerzo de leer larga y pausadamente especialmente los textos del Evangelio que entran de lleno en la pasión, muerte y resurrección de Jesús, el mesías. Y, acaso se estremecerá con ellos, quizás hasta el llanto.
Se aproximará presuroso el caminante a las celebraciones de la Iglesia para revivir la entrada del Señor a Jerusalén, la ciudad santa, en medio de aclamaciones y palmas -sin la intervención de la CAR pues serán para sembrar después-. Se asomará admirado a la mesa de la cena final, viendo cómo el Hijo de Dios se inclina a lavar los pies de los suyos y cómo declara el pan y el vino ser su propio cuerpo y su propia sangre. Continuará su pausado caminar para estremecerse con el relato de la pasión y la muy austera liturgia que, por una sola vez en el año, no celebra la eucaristía por ser el día -da dolor decirlo- en que muere el Hijo de Dios, en manos de los hombres.
Pero se asomará también con admiración suma a la luz que brilla para siempre celebrando la resurrección de quien dio la vida por todos. Y, entonces, lleno de gozo lanzará un grito al universo: “Jesucristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado”.
Seremos pocos, la verdad sea dicha, los que estaremos en este plan de sumergirnos en la profundidad de lo santo, lo verdaderamente santo. Y qué importa. Con una sola alma que quiera unirse místicamente con Jesús, muerto y resucitado, el Dios de todos podrá sentir que siempre hay un lugar, así sea pequeño y discreto, para sembrar su amor infinito. Quizás otros lleguen al atardecer. La paciencia de Dios nunca se agota.