¿Revocar el Congreso?
En 1991, la Asamblea que por sí y ante sí se llamó Constituyente, elegida por menos de tres millones de votos, anticipó las elecciones del Congreso que había sido elegido por cerca de ocho millones, un mandato que, sin embargo, no había recibido del pueblo directamente, sino de un puñado de personajes que fueron citados por el expresidente Gaviria en la Casa de Nariño para que recomendaran dicho procedimiento a la Asamblea.
Fue tan evidente el despropósito, que sus miembros resolvieron blindar la arbitrariedad con el famoso artículo transitorio 39, según el cual los actos promulgados por ella no estaban sujetos a control jurisdiccional alguno. Y por supuesto, las “raposas del régimen” (expresión acuñada por el doctor Laureano Gómez, si no me equivoco, en otras circunstancias), incrustadas en el Consejo de Estado, le dieron la bendición a ese zarpazo contra nuestro Estado de Derecho.
En mi libro Palabra Que No, en una de cuyas páginas registré la historia de ese mico constitucional -el orangután con sacoleva de que hablara el maestro Echandía- quedó claro que su texto tuvo muy pocos oponentes, y entre éstos, cité al constituyente Esguerra Portocarrero, quien denunció la naturaleza antidemocrática del engendro. Cita que hago porque soy el primero en deplorar hoy que tan conspicuo jurista, pese a ese antecedente honroso, hubiera sido tolerante con los ávidos miembros de las Cortes y del Congreso en el episodio penoso de la Reforma a la Justicia que repudió el pueblo en memorable gesto de indignación.
Dada la conducta obsecuente del Congreso, podría justificarse su revocatoria, pero más allá de las responsabilidades en que hayan podido incurrir sus miembros en la tramitación de la malhadada Reforma a la Justicia, es de observar que, con su proceder, avaló facultades y atribuciones inexistentes del Presidente de la República, de objetar una reforma constitucional, y del propio Congreso, de tramitar las tales “objeciones” del Gobierno en sesiones extraordinarias, esto es, por fuera del marco jurídico establecido en la misma Constitución.
El constituyente primario tiene la facultad de revocar el mandato de los congresistas -no cabe duda alguna- y el referendo es un medio de participación democrático válido para dichos efectos; procedimiento bien distinto al que utilizaron los asambleístas de 1991, quienes actuaron sin mandato directo del pueblo.
Con todo, ese ejercicio democrático del pueblo sería totalmente inútil si, al mismo tiempo, no se le convoca para acabar con los procedimientos electorales de la circunscripción nacional para elegir senadores y del voto preferente, fuentes de corrupción -si es que no se padece de ceguera- que han hecho estragos morales en la conformación del Congreso de Colombia, y también en la autoridad de los partidos políticos, convertidos hoy solamente en banco de avales.
Revocar el mandato de los actuales congresistas y volver a elegir a unos nuevos mediante los mismos procedimientos electorales resultaría un acto de idiotez insuperable. ¿No les parece, amables lectores?
Ojalá los promotores del referendo modifiquen el temario en ese sentido. Le darían una alta significación política y moral a esa convocatoria.