La ética y el proceso de paz
Ennoblecer el proceso de paz, en términos de dignidad y de respeto a los Derechos Humanos y al Derecho Internacional Humanitario -DIH-, en favor de los combatientes y de los civiles ajenos al conflicto, no es ponerle palos de rueda a las negociaciones, sino todo lo contrario: rodearlas de condiciones que eviten su fracaso.
Esa propuesta, a título de sugerencia, me permití hacerle en mensaje que dirigí al Presidente de la República, una vez él tomó la determinación de no negociar con cese el fuego, por los motivos en que sustentó su decisión, enmarcados en una retórica severa y enérgica que aplaudió el país.
Mi sugerencia se basa en la apreciación de que si las Farc obtuvieron un reconocimiento político, al habilitarlas para sentarse a la mesa de los diálogos como parte del conflicto están obligadas a respetar las reglas del DIH, y con base en ese raciocinio hice el planteamiento de que en Oslo o en La Habana los negociadores del Gobierno deben exigir de las Farc la suspensión de todo acto prohibido de guerra, dentro de las previsiones de los Convenios de Ginebra, aplicables a nuestro conflicto armado interno.
Si no se coloca como premisa de las negociaciones que durante las hostilidades no se pueden presentar violaciones a los derechos humanos y al DIH que afecten a los combatientes y a civiles ajenos al conflicto, los acuerdos hasta hora celebrados tienen una falla ética profunda, pero subsanable si se exige por los negociadores del Gobierno a las Farc, y como condición para poder continuar los diálogos, que cumplan con esa exigencia. Los plenipotenciarios del Gobierno, en mi opinión, deben hacer ese requerimiento, pues no cabe pensar que prefieran que las hostilidades sigan con las mismas prácticas que han utilizado los alzados en armas: la toma de rehenes, la siembra de minas antipersonal, el reclutamiento de menores y los ataques a la población civil ajena al conflicto.
Habrá que precisar que el DIH tiene carácter imperativo y que la exigencia de aplicarlo en lo que resta del conflicto no es negociable, es decir, no está sometido su acatamiento al arbitrio de las partes. Y como en la hoja de ruta de las actuales negociaciones no figura esa exigencia como premisa, el Gobierno tiene el deber moral de imponerla. Así de claro.
Como el presidente Santos dijo que no se debían repetir los errores del pasado, debo decir, con mucha pena y con todo respeto, que se está repitiendo el más grave de todos, como fue el de haberse sentado en la mesa de negociaciones en Tlaxcala, en Caracas y en el Caguán sin el acuerdo previo de respetar el DIH, y vale la pena recordar ¡vaya vergüenza! que en el escenario donde “Tirofijo” dejó la silla vacía se relegó a un noveno lugar y como tema de discusión…
Conclusión: el actual proceso de paz que arrancó bajo los mejores auspicios, debe tener, sin embargo, un claro sustento ético. Pero es el presidente Santos quien tiene la última palabra y no yo…