EDUARDO VARGAS MONTENEGRO | El Nuevo Siglo
Domingo, 13 de Enero de 2013

¿Adentro o afuera?

 

Los extremos nunca han sido buenos consejeros, porque si estamos en alguno de ellos dejamos de ver porciones de realidad que nos permitirían comprender mejor todo lo que nos pasa. Por ello resulta tan nocivo vivir solamente en el afuera, como pretender estar únicamente en el adentro, en cualquier caso lo menos probable. Si bien en la cultura occidental hemos tenido grandes místicos, es más frecuente la invitación a estar en el afuera, por lo que no estamos tan acostumbrados a la vida introspectiva, sino que privilegiamos lo externo.

El riesgo que ello tiene es que olvidemos las dimensiones interiores. No hay ningún problema en seguir a un equipo de fútbol, un cantante de moda o el DJ del momento. El problema comienza cuando las pasiones por el deporte, la música o la moda no nos dejan espacio para el diálogo interior, sino que se convierten en experiencias alienantes que terminan definiendo lo que creemos ser. Entonces el ser termina disfrazado por una máscara de fanatismo, representada en la pertenencia a un club deportivo, una pandilla o un partido político, cuando el afuera condiciona totalmente al adentro y la individualidad se desvanece. 

Tampoco tendría mucho sentido alejarse del mundo. Incluso en los conventos de clausura hay religiosas que interactúan con el mundo exterior, pues abstraerse de la vida física en aras de una vida únicamente en el espíritu resulta imposible. Por ello los fanatismos religiosos también son altamente nocivos. Si bien resulta absurdo, aunque más frecuente, negar nuestra dimensión espiritual y renunciar a ella, lo es también renunciar al mundo físico y el mundo social. No solamente tenemos nuestra subjetividad, valiosa y clave; también requerimos la objetividad, lo concreto de la vida, representado en lo material y palpable, que va desde el propio cuerpo hasta la macroeconomía, pasando por el comercio, la tecnología y el ocio.

Por ello lo justo, necesario y sano es el balance, tener los pies en la tierra y las manos abiertas al cielo. Reconocer todas nuestras dimensiones e ir aprendiendo en la marcha de la vida a integrarlas armónicamente. Podemos disfrutar de un gol sin que el fanatismo deportivo nos enceguezca tanto que terminemos insultando al del equipo contrario. Podemos asistir a un concierto con boleta VIP, pero sin comernos el cuento de que somos más importantes que los demás sólo por tener mayor poder adquisitivo o más conexiones. Podemos tener una vida espiritual, sin que eso nos dé el derecho de evangelizar a quien no quiere ni necesita ser evangelizado, todo por creer que somos poseedores de la verdad y el otro no.

La clave está en integrar el afuera con el adentro: nos asumiríamos como iguales, juzgaríamos menos y aprenderíamos más.