La economía es una disciplina llena de misterios y paradojas. La parte más misteriosa y paradójica es el dinero. Esos trozos de papel elegante, con caras de presidentes y escritores, arabescos y marcas de seguridad, que llamamos pesos colombianos, son aceptados por todo el mundo porque sabemos y confiamos en que todo el mundo los acepta.
Es un hecho curioso y frágil. Si en un momento dado “todo el mundo” deja de quererlos, buscan comprar otros papelitos, pero caras de presidentes de Estados Unidos. Esto es lo que llamamos devaluación del peso.
Cuando el dólar sube repentinamente refleja una estampida de mucha gente rica y menos rica, internacional y local, productores y consumidores, bancos y empresas, que sin que nadie los coordine, terminan actuando al unísono. Ven los mismos eventos y los interpretan de manera similar.
En el caso actual, ven eventos internacionales que no serán propicios a Colombia y al peso colombiano. Menciono los más notables: la guerra de Ucrania, el aumento y la tremenda volatilidad de los precios internacionales de gas, petróleo y carbón; la inflación generalizada en el planeta, que conlleva una agresiva política antinflacionaria de los principales bancos centrales. La consecuente subida drástica de las tasas de interés, que debe desinflar el consumo de las familias y los planes de inversión de las empresas alrededor del planeta. Es decir, inducir una desaceleración mundial y, llegado el caso, una recesión; hasta que los precios dejen de subir.
Este escenario no puede ser más nocivo para los países emergentes, tercermundistas y pobres (en alguno de esos tres grupos está Colombia, y pronto averiguaremos en cuál). Se endeudaron para dar transferencias a la salud, familias y empresas durante las cuarentenas, y ahora llegan con abultadas acreencias a un momento en que suben las tasas de interés y hay devaluación. Eso aumenta el costo de los intereses en moneda local y estrangula las finanzas de los gobiernos. Es el preámbulo de una crisis mayúscula.
Lo mencionado sucede fuera de nuestras fronteras. Le está pasando a todo el planeta, y es razón suficiente para que nos refugiáramos en una bahía a protegernos de semejantes mareas y tsunamis.
Justo en este momento, los colombianos optaron por cambiar casi todo adentro. Han decidido abandonar la búsqueda de petróleo y gas, y tal vez reducen la exportación del primero. Eso bajaría la disponibilidad de dólares, y haría más cara la divisa estadounidense. Lo mismo sucederá con el carbón. Ni qué decir de sacar petróleo con la técnica de fracturación de roca, o fracking, palabra que no se debe pronunciar en presencia de niños o jóvenes, a riesgo de producirles una irreparable conmoción emocional.
En segundo lugar, se anuncia gasto por doquier, y para pagarlo se prepara la reforma tributaria más agresiva en la historia. Es decir, los devaluados pesos de las familias y empresas ni siquiera se quedarán en sus manos porque los quiere el gobierno. Una reacción natural será que antes de que se los quiten, los pasarán a dólares y los alejarán lo más posible de las intenciones del nuevo ministro de hacienda. Eso presiona el dólar.
El fin del petróleo, la avalancha de impuestos y la escalada de gasto público son sólo el preámbulo. Luego vendrán modificaciones al ahorro para la jubilación, la eliminación del aseguramiento privado en salud, los aranceles para proteger a la industria y el campo nacional, los ataques a la propiedad rural, la reforma a las fuerzas armadas. Esas ideas suman al ambiente de incertidumbre. Cuando la gente se asusta busca el refugio del dólar.
En suma, el mundo se está refugiando en dólares por razones de fondo que pueden durar por un periodo largo; y en Colombia han aparecido razones adicionales para que la gente busque deshacerse de los papelitos con López Michelsen, Lleras Restrepo y García Márquez, y quiera los que tienen a Washington, Lincoln y Hamilton.