El rol del Congreso -cuyos integrantes representan al pueblo- es trascendental en nuestro sistema democrático. Más allá de lo que significa, dentro del esquema de separación y equilibrio de funciones, el poder de expedir las leyes -la función legislativa, que ha de ejercer de manera autónoma, como lo expresaran Locke y Montesquieu-, aquí goza de atribuciones suficientes para reformar la Constitución, ejercer el control político sobre gobierno y administración, aprobar moción de censura contra ministros y otros funcionarios, y hasta competencia para juzgar y condenar a los magistrados de las altas corporaciones judiciales, al Fiscal General de la Nación y al Presidente de la República.
El alcance de esas atribuciones es muy grande, aunque -desde luego- está sometido a las normas y restricciones que contempla la Constitución. Su altísimo nivel, dentro de la estructura estatal, exige de sus miembros una altura correlativa y equivalente en dedicación, transparencia, honestidad, independencia y trabajo.
Como lo expresan los artículos 114 y 150 de la Carta Política, al Congreso corresponde “hacer las leyes”, y tanto la jurisprudencia como la doctrina han subrayado el carácter predominante de esa función, en cabeza suya, lo que se conoce como la cláusula general de competencia. Si bien el presidente de la República también puede legislar, solamente lo puede hacer de manera extraordinaria, tan sólo en los casos y con los requisitos y controles que la Constitución establece -facultades extraordinarias y precisas, estados de excepción y legislación por prescripción (cuando el Congreso no ha expedido a tiempo la ley del plan de desarrollo económico y social o la ley anual de presupuesto).
Entonces, es al Congreso -órgano legislativo prevalente- al que corresponde expedir, interpretar y derogar las leyes, y así lo proclama el artículo 150 de la Constitución. Cuando ella dice que algo se hará “según las leyes”, de conformidad con “lo que dispongan las leyes” o se refiere al legislador, está aludiendo en principio al Congreso -salvo en los mencionados casos excepcionales-, y debemos recordar que, desde 1991, son varios los asuntos -los tributarios, por ejemplo- respecto a los cuales el Congreso no puede conferir al presidente de la República facultades extraordinarias. Inclusive, en los estados de excepción, el Congreso sesiona por derecho propio, ejerce el control político y siempre podrá modificar o derogar los decretos legislativos que hayan sido expedidos.
Estas reglas deben ser tenidas en cuenta en el interior de las propias cámaras, ya que lo visto en las últimas legislaturas parece mostrar que muchos actuales miembros no tienen claro lo que significa la representación, la trascendencia de sus tareas y el equilibrio, razonabilidad, proporcionalidad e independencia, que deberían presidir su actividad para el bien público, más allá de los intereses particulares, familiares o partidistas. Y -claro está- por encima de toda modalidad de corrupción o delito.
Tras la instalación de las sesiones de las cámaras por parte del presidente de la República el pasado 20 de julio, se inicia la legislatura. Confiemos en que, durante ella, en vez de ausentismo, constantes rupturas de quórum, bloqueos, insultos, gritos y abruptos levantamientos de sesiones, haya verdaderos debates, argumentos, razones, estudio, mutuo respeto, decisiones adoptadas con miras al interés general.