Puede que rectificar sea de sabios, pero rectificar tarde, cuando los efectos de la equivocación han sido graves e irremediables, no es de sabios, sino de simples arrepentidos, o, como en el caso de la enorme cagada de la ley del sólo sí es sí en su aplicación práctica, y según la oposición que busca rentabilidad electoral en ese dislate legislativo, de arrepentidos ante la proximidad de elecciones.
Esto del perdón, como el que ha pedido el presidente del Gobierno por las excarcelaciones y reducciones de penas de agresores sexuales dictadas por una ley que teóricamente perseguía lo contrario, es un asunto peliagudo, pues si de una parte se busca con él descargar la conciencia y una suerte de pelillos a la mar, de otra supone, si es sincero, una inequívoca asunción de la culpa, cosa que en la política española actual equivale, por desgracia, a lo de los pelillos a la mar igualmente. Ahora bien; así y todo, Pedro Sánchez ha pedido perdón.
Primero, como costándole ("si hay que pedir perdón, ..."), y luego, habiendo reparado en que ese condicional sonaba a remedio peor que la enfermedad, abiertamente y apuntalándolo con el propósito de enmienda que acredita su propuesta de reforma de la deficiente ley de Irene Montero, Pedro Sánchez ha pedido perdón, y sea por convencimiento o por electoralismo, o por las dos cosas, es menester reconocerle la ejecución de un acto insólito en nuestro país, el de que un presidente del Gobierno pida perdón por algo.
Aunque ésta solicitud de perdón de Sánchez no va a reparar el daño causado, mucho si se piensa en las víctimas de la depredación sexual y en la inclinación a la reincidencia de sus depredadores, es, al menos, un acto de elemental higiene política, tan elemental, ya digo, como insólita.
Pero el mejor perdón, en todo caso, es el que procuran los sabios de verdad, no tener que pedirlo.