La victoria del No en el plebiscito no desató el apocalipsis anunciado por los voceros de Sí, sino que demostró la necesidad de un pacto nacional por la paz. Volvimos a la situación por la que hemos debido comenzar el proceso de paz y que nos hubiera ahorrado las estigmatizaciones y la consecuente polarización que vivimos.
Así parece haberlo entendido el Gobierno y los voceros del No que han iniciado contactos y acordado una metodología para buscar los acuerdos que la situación impone. El triunfo del No en el plebiscito dejó sin piso jurídico y político el acuerdo final de La Habana, como dejó sin vigencia las normas legales y constitucionales destinadas a su implementación. La voluntad ciudadana confirió un nuevo mandato que obliga al presidente y cuya formulación es el objeto del pacto nacional que de convenirse representará la posición del Estado en la negociación con las Farc. Así, la delegación del Gobierno que regresará a La Habana tendría un mandato nuevo y representaría los intereses de todos los sectores nacionales. No habría lugar a una negociación tripartita entre la insurgencia, el Gobierno y los voceros del No, como quisieran algunos, sino a una deliberación bilateral entre los representantes del Estado y de la sociedad, por una parte, y de la guerrilla, por la otra. Ese es el camino de la sensatez, si lo que se quiere es una paz sostenible y duradera. Prevalecerían la seriedad y la prudencia, a pesar de las vociferantes expresiones de quienes pretenden desconocer la decisión popular.
El Premio Nobel de Paz entraña para el Presidente responsabilidades más exigentes, un estímulo más para sellar un pacto por la paz e inducir a la guerrilla a la negociación de un acuerdo que se vería fortalecido por el apoyo casi que unánime de los colombianos. Nadie quiere volver a la guerra. Lo que no debe prevalecer es la tentación de valerse del Nobel para imponer el acuerdo derogado por el pueblo colombiano, porque atizaría las discordias y sembraría nuevas violencias que el país no merece.
El presidente no puede ceder a esa incitación que tanto seduce a sus cercanos colaboradores, a algunos miembros de su gabinete que se vieron derrotados en sus feudos electorales, y a dirigentes políticos vencidos en las urnas. Debe honrar el Premio con el que lo distinguieron, obrando como estadista y celoso guardián de la paz, y no como jefe de facción rescatado de una batalla perdida por un mandato noble que no se aprestaría a honrar. Está ad portas de la historia, ojalá la sepa franquear.