No es exageración decir que hoy en día en Colombia el último lugar significativo realmente democrático que sigue abierto a todas las personas es el templo religioso. Todos lo demás lugares o edificios, sedes o campos, de lo que debería estar abierto a la ciudadanía le ha sido quitado. O, al menos, hecho casi imposible de acceder. Las sedes de gobierno, de justicia, de lo policial o lo militar, hoy son infranqueables para el ciudadano de a pie y quizás por eso pasan tantas cosas incorrectas allí dentro. Pero también los hospitales, las escuelas y colegios, los aeropuertos, los bancos, han resuelto tratar a la ciudadanía como si todos fueran delincuentes y para eso tienen verdaderos arsenales de guardias, perros metiches, alambres de púas, cámaras, detectores de mentiras y de metales, raptores de huellas y del iris, policías manoseadores del cuerpo, etc. Al ciudadano le queda hoy como lugar de encuentro la calle.
De los lugares significativos que existen en Colombia solo el templo sigue siendo de todos y abierto para todos. Cuando sus puertas se abren, y casi siempre son muy grandes, se espera con igual gusto al creyente que al no creyente, al vecino que al viandante, al místico que al cansado de caminar. No hay en él lugar especial ni para el notable ni para el humilde. Las duras bancas los tratan igual a ambos y los juntan como no se suele dar en lugar diferente. A todos se les propone orar y pedir perdón por sus pecados -pues todos allí lo saben sin apenarse que lo son-; a todos se les lee la misma y única Palabra de Dios y se les propone la misma plática del predicador. A unos y otros, a todos, se les invita a caer de rodillas ante la majestad divina sacramentada, a llamar Padre al Señor del universo, a darse un abrazo de paz, a recibir el pan que da la vida eterna. A marcharse en paz. Un recinto donde las cosas sean más iguales para todos no existe literalmente en Colombia y en el mundo.
Por todo lo anterior, atacar un templo, interrumpir los ritos sagrados, aterrorizar a los orantes con alaridos, arengas, morrales cargados de cosas peligrosas muy probablemente, profanar el espíritu de lo santo, es un signo muy malo de la mentalidad abusiva con que algunos quieren arrasar la sociedad so pretexto de transformarla. Es, también, desconocer la labor de abrir puertas, plantear escenarios, generar puentes, que todos los días y a todas horas realiza la Iglesia a lo largo y ancho del país para que los colombianos se entiendan, se traten bien, se respeten y no se maten como si fueran animales salvajes.
No obstante todo, los templos seguirán abiertos. Sin guardias ni perros, sin cámaras ni alambradas, sin requisas indignas, sin robar huellas digitales, sin presentación de cédulas ni carnets. Porque la Iglesia, las iglesias y las religiones confían en las personas y las tratan como corresponde. Y porque tienen todo el derecho a profesar una fe y a practicar su culto con devoción y respeto por todos. El día que se deba cerrar los templos a causa de los violentos estaremos ante el paisaje indigno de la libertad perdida y la mazmorra a la vista. Por ahora los miles de templos religiosos que hay en Colombia siguen abiertos incluso, para los que abominan la religión, pero siempre con respeto por todos.