Tradicionalmente se ha dicho que el uso de la fuerza es legítimo y necesario por parte del Estado, cuando se trata de defender la vida honra y bienes de los ciudadanos. Se trata de las facultades policivas que comprenden el ejercicio legítimo de la fuerza pública, las más elementales para la convivencia social.
El principio elemental de la civilización es precisamente la renuncia a una autodefensa para que sea el Estado, a través de sus instituciones, como un monopolio, quién defienda a los ciudadanos del atropello al que se vean sometidos. En el constitucionalismo moderno se establece, como fines del Estado y la razón de ser de las autoridades, la defensa de los ciudadanos en su integridad; así lo consagra el artículo segundo de la Constitución Nacional.
Por supuesto que los ciudadanos tienen derecho a protestar en un estado de derecho; pero, cuando de la protesta se pasa a la barbarie, termina el derecho de quién protesta y a renglón seguido hay que atender, sin dilación alguna, de forma oportuna y eficaz, el derecho las personas que se encuentran expuestas en su vida, por los desmanes de los vándalos; al igual que el patrimonio de esas personas y por supuesto, el patrimonio público que es res communes de todos los habitantes del territorio.
Pareciera innecesario tener que repetir estos principios tan elementales, pero con los recientes sucesos derivados de la protesta pública en Colombia, todo indica que algunos de los actuales gobernantes los quieren ignorar y están desconociendo la Constitución y la ley que los consagran y al parecer, se solidarizan con la protesta.
La protesta, que es todo un derecho, deja de ser legítima en el momento en que los protestantes se encapuchan, desbaratan las vías públicas, lanzan adoquines, pintan y destrozan los edificios públicos y privados, atacan violentamente la fuerza pública que intenta mantener el orden y cierran las vías públicas impidiendo el desplazamiento ciudadano. Allí no caben ni protocolos como los que se aplican en Bogotá, ni reparto de bebidas para hidratar a los manifestantes, como lo hacen en Medellín, ni mucho menos conciertos sufragados con el erario público para concluir el alboroto, que no hace cosa distinta que fomentarlo.
Con todo respeto lo único que allí puede suceder es la presencia efectiva y oportuna de la fuerza pública para evitar los desmanes, los destrozos y el cerramiento de las vías. Y la fuerza que actúa debe ser la más especializada en atender ese tipo de refriegas.
Nuestros gobernantes, por lo menos, están pecando de ingenuidad, incumpliendo sus deberes constitucionales y legales, y poniendo grave peligro por omisión, la vida y el patrimonio de los colombianos. No se trata de política, sino de jugar con los principios elementales, con la razón de ser de cualquier estado contemporáneo. Deben superar su pasado “estatus” de marchantes, y cumplir con los deberes del cargo para el cual han sido elegidos.