En previas ocasiones nos hemos expresado en torno a la afectividad circulante y reinante de nuestro siglo, caracterizada por una “empatía envuelta en celofán de 08 bits” para referirnos a la superflua y ficticia forma que hemos optado de querer y hacernos querer mediante una realidad virtual en la cual todos participan para ser vistos, pero raramente para interactuar con sentido. Pero hoy nos interesa profundizar, paralelamente, sobre un aspecto fundamental que merece la pena ser tratado: el valor inconmensurable que en nuestros días tiene la privacidad y el anonimato frente a la cultura de la permanente e insoportable exposición constante.
En su obra “La sociedad del espectáculo” (1967), el escritor, cineasta y filósofo Guy Debord (1931-1994) expone claramente un modelo de vida que se viene instalando en las sociedades occidentales desde comienzos del siglo XX. Básicamente, lo que nuestro pensador nos quiso expresar es que vivimos en un teatro existencial con forma de pantalla en el cual el sentido de existir depende directamente de la exposición y la “necesidad” de ser vistos todo el tiempo. La traducción ontológica de lo que acabamos de expresar sería “si no me ven, no existo” (pensar que veníamos del “pienso, luego existo”, ya se veía un declive fuerte del horizonte de sentido). En este tipo de discurrir existencial, no importa tanto lo que uno piensa o hace, sino lo que se proyecta en una representación que debe ser digna de ser vista y disfrutada.
Puede parecernos que el planteo de Debord es exagerado, pero, queridos lectores, si se toman unos instantes, suspendan provisoriamente la lectura de este humilde artículo, tomad vuestro móvil, abrir cualquier red social que se encuentre instalada y comiencen a deslizar vuestro dedo índice hacia arriba en la sección “noticias”: encontrarán información personal e íntima de más de 300 personas que voluntariamente han decidido mostrar absolutamente todos los recovecos de su intimidad gratuitamente. La supuesta excusa del uso de estos dispositivos es “poner en contacto” o “conocer” a las personas, pero yo les pregunto ¿se conoce realmente a una persona mediante una red social? Lo que no me queda duda es que conoceréis dónde se fueron de vacaciones, a qué evento cultural asisten, dónde y qué comen, cómo visten y donde compran lo que usan, con quién se relacionan y a quien admiran, pero quiénes son, lo dudo seriamente.
Ahora bien, lo que nos interesa con esta reflexión es que podamos ver cómo hemos pasado de vivir entre dispositivos de vigilancia a ser nosotros mismos los proveedores de información y auto-vigilantes al servicio de mega-corporaciones que nos venden el dispositivo para entretenernos pero que en el fondo es una máquina de producir información y datos mediante la exposición voluntaria de nuestros “perfiles”.
Más allá del puro narcisismo que representa estar colgando fotos de nuestra vida íntima permanentemente en redes sociales, es interesante evaluar lo que perdemos en la dinámica enfermiza que representa la vida del maniquí viviente. Lo que se resguarda y no se muestra es valioso, digno de respeto e incluso sagrado, mientras que lo que se expone gratuitamente es siempre comidilla de cotillas y fuente de banalización masiva de una horda de desinteresados con el poder de opinar. Pensar que mi vida no tiene sentido porque no es vista por extraños totalmente desconocidos es lo mismo que pensar que si cierro los ojos dejo de existir. Les pregunto con sinceridad ¿tiene sentido alguno dar a conocer a un millar de desconocidos mi ubicación geográfica y la plena vista de lo que estoy realizando? ¿Es real la experiencia cuando está tan tamizada por representación pictórica que creamos nosotros mismos para que los demás vean lo que estoy viendo?