En Colombia, la administración pública parece haberse desviado peligrosamente hacia una zona donde la legalidad y la ilegalidad coexisten sin límites claros. El gobierno actual, con un desparpajo alarmante, ha adoptado prácticas que desafían los principios básicos de nuestra Constitución, asemejándose cada vez más a aquello que formalmente está prohibido.
Las resoluciones de asignación de miles de millones de pesos en adición presupuestal, por parte de Ricardo Bonilla como ministro de Hacienda, para una entidad que contrata a dedo, como la Unidad de Gestión del Riesgo, que repartió en la compra de congresistas, son solo un ejemplo del estado de abuso y violación sistemática de la ley, en la ejecución de los recursos públicos.
El Gobierno opera en un terreno donde las reglas se reinterpretan para justificar lo injustificable. Contratos otorgados a dedo, giros masivos de recursos sin claridad en su destino, y decisiones administrativas que contradicen los estándares legales, son apenas una parte.
La narrativa de que "todos los gobiernos son iguales" ha tomado fuerza como un significante vacío que, lejos de promover el pensamiento crítico, facilita la aceptación de estos excesos legales. Este discurso, carente de análisis histórico y político, no solo diluye las responsabilidades de quienes están en el poder, sino que normaliza prácticas que violan la Constitución y los derechos ciudadanos. Aceptar esta narrativa implica claudicar, y de alguna manera tolerar, acciones de un gobierno que avanza hacia la desinstitucionalización y el abuso del poder.
Un contraste necesario para comprender la magnitud de este desborde es el Gobierno de Álvaro Uribe, que prohibió las adiciones presupuestales como medida para garantizar la estabilidad fiscal y evitar el manejo discrecional de los recursos públicos. Hoy, en cambio, las adiciones presupuestales rompen los avances que se lograron en materia de control fiscal y administrativo, y corrompen conciencias.
Para colmo, la designación de Daniel Mendoza, como embajador de Colombia en Tailandia, es un síntoma más del desgobierno y de la falta de respeto por el Estado de Derecho y los ciudadanos. Este nombramiento no solo es una mancha en la imagen internacional, sino también un agravio directo a las mujeres y a quienes luchan contra la violencia de género. Mendoza, señalado por conductas que glorifican el abuso y carente de cualquier estándar de dignidad, encarna la degradación de los valores que deberían guiar el ejercicio del poder público.
Este es el mismo personaje al que la Corte Constitucional obligó a retirar su contenido calumnioso y cargado de odio en contra del expresidente Álvaro Uribe Vélez, y el mismo que alardea de conductas deplorables y depravadas, reflejo de una falta de moral que ahora pretenden convertir en carta de presentación de Colombia ante el mundo. Su nombramiento, ratifica como este gobierno premia a quienes sirven sus intereses, ignorando completamente los principios éticos y la legitimidad que deben regir las decisiones y la dignidad del Estado. Ante el rechazo nacional, el sábado Mendoza declinó a su designación como embajador.
Mientras continuemos aceptando la legalización de lo ilegal como una práctica habitual, estaremos condenados a vivir en un estado de indefensión frente a quienes utilizan el poder para su beneficio. El primer paso es recuperar el pensamiento crítico y la memoria histórica. Colombia no puede permitirse normalizar lo inadmisible.