El fenómeno de la polarización política, que fue evidente durante la campaña presidencial en los Estados Unidos y que afecta a varios países -entre ellos, Colombia- ha causado y seguirá causando mucho daño. Se caracteriza, ante todo, por la condena a las posiciones moderadas, calificadas como débiles, de modo que muchos ciudadanos -conducidos por los dirigentes políticos, por los medios de comunicación y en la actualidad por las redes sociales- terminan en los extremos, en la más absoluta intolerancia, en la irracional y cerrada oposición a toda idea, criterio, opinión o propuesta que provenga del lado contrario, que se salga de las “verdades” de la teoría acogida, o que no encaje en la estrechez del extremo en el cual cada uno se ubica. Una ceguera ideológica que, precisamente por serlo, impide toda consideración sobre el bien común y acerca de lo que más podría convenir al interés general.
En estos días, esa polarización se hizo patente en España, con motivo de la denominada DANA -fenómeno meteorológico así llamado, definido como “depresión aislada en niveles altos”-, que acaba de generar muerte y destrucción en Valencia y otras ciudades. En vez de actuar de inmediato y de suscitar la solidaridad, la integración, la coordinación y la actividad estatal orientada a la protección, el alivio y las soluciones que necesitaban con extrema urgencia los habitantes de las zonas afectadas, los gobernantes entraron en cálculos sobre los efectos políticos de cualquier decisión.
Como el gobierno de la Comunidad Valenciana está en manos del Partido Popular, contrario al del gobierno nacional -en cabeza del PSOE-, los unos culparon a los otros; no se declaró la emergencia, ni fueron oportunamente enviados los bomberos, ni el Ejército, ni las ayudas que requería la población, y fueron los particulares -no el Estado, como ha debido ocurrir- los que, conmovidos por la situación, se trasladaron a pie a las áreas afectadas y, con sus escasos medios, procuraron dar apoyo a miles de personas y familias.
En Colombia, la polarización ha llevado a posiciones intolerantes, de tal modo que, para un extremo, todo lo que haga, diga o proponga el presidente en ejercicio y sus ministros es malo, perjudicial, y debe ser rechazado y obstaculizado, mientras, en el otro extremo, se proclama la bondad y el acierto gubernamental, sin crítica, ni análisis. Medios de comunicación han perdido su independencia, no entregan a la audiencia información veraz e imparcial -como lo exige la Constitución- sino que se inclinan y representan una u otra opción política extrema. Lo propio acontece en las redes sociales y en los medios alternativos, de uno u otro lado. No hay lugar a posiciones intermedias, ni al moderado análisis de hechos y situaciones.
Así, en el campo legislativo, se ha desfigurado por completo la función de las cámaras, en cuyo interior no se ejerce la representación del pueblo, ni se considera la prevalencia del interés general, ni el bien común, ni lo más conveniente para el país. Lo que se busca, por unos y otros, es lo extremo: aprobar como vienen -sin cambios- los proyectos de origen gubernamental, u obstruirlos, sin debate, diálogo, concertación ni discusión razonable.