Quienes conocen el mito de la caja de Pandora, que en realidad no era una caja sino un ánfora, saben que luego de salir todos los males emergió la esperanza. A quienes aún no conozcan el relato, les invito a leerlo. En nuestras sociedades, y por donde miremos, afloran esas desgracias, que tomaría mucho espacio enlistarlas aquí y sería llover sobre mojado. Lo cierto es que si nos identificamos con cada una de ellas corremos el riesgo de desconectarnos de la fuerza del amor, la que en las desventuras de la existencia se va debilitando aunque nunca desaparezca del todo: incluso en lo más oscuro basta con que llegue un pequeño haz de luz para que todo se empiece a transformar.
Tal vez el peor de todos los infortunios sea perder la esperanza. Muchas veces estamos tan acorralados por los problemas de la vida que perdemos de vista el para qué de las cosas, ese sentido último de todo cuanto ocurre y que nos puede dar pistas para comprender mejor lo que vivimos. Ante la desdicha, y cada quien puede revisar en su historia la lista personal de las adversidades a las que ha tenido que hacer frente, podemos reaccionar de múltiples maneras: el miedo a no encontrar una salida; la rabia por vivir algo que no nos gusta; la envidia porque al de al lado le va mejor; la parálisis que nos desconecta de la acción asertiva; o la soberbia que nos impide pedir ayuda. Si nos dejamos arrastrar por esas emociones y los pensamientos que conllevan, si nos identificamos con ellas y creemos que somos ese miedo, esa rabia, esa envidia, esa parálisis o esa soberbia, entraremos en una espiral de caos y desolación. Ese es el punto de no retorno al cual llegan quienes deciden terminar con su vida.
Cuando atravesamos esas emociones que ciertamente nos disgustan y quisiéramos eliminar de tajo, cuando elegimos vivir plenamente cada uno de esos estados que, en últimas, hemos construido nosotros mismos consciente o inconscientemente, damos espacio para que surja la esperanza. Por supuesto que necesitamos llorar los dolores, que son válidas las expresiones de rabia, que tenemos derecho a paralizarnos, ser presas del miedo y encerrarnos en nuestra mismidad. Si tomamos un poco de distancia y observamos esas emociones, nos daremos cuenta de que también pasarán, que no son eternas. Nos quedaría más fácil practicar cuando el estado de ánimo que se presenta en nuestras vidas es de alegría y dicha, de placer y éxtasis, de serenidad y paz. Todos ellos también pasarán, pues vivimos en medio de la impermanencia y la incertidumbre.
La esperanza es la confianza en los procesos de la vida, es la seguridad en que cada situación que vivimos nos conduce a un propósito mayor, a generar aprendizajes vitales que nos permitan seguir nuestro camino existencial. La esperanza nos permite conectarnos con el Todo, ese que es amoroso y podemos identificar con Dios, la Fuente, la Totalidad. Cuando actuamos con esperanza, las salidas se revelan.