La Europa establecida, satisfecha, de 2019 ya no existe. Que Suecia y Finlandia hayan abandonado su tradicional neutralidad para pedir, precisamente en vísperas de la 'cumbre' atlántica en Madrid, la entrada en la OTAN es un dato que requiere la máxima atención. Lo mismo que la victoria electoral del Sinn Fein en Irlanda del Norte, una consecuencia indudable del 'brexit' que tanto defiende una figura tan cuestionable como Boris Johnson.
Francia y Alemania siguen siendo la locomotora del tren europeo -Macron lo hace bien, Scholz aún no sabemos-, pero la máquina parece llevar cada día menos fuerza ante la falta de liderazgo firme frente a Vladimir Putin, que está consiguiendo su propósito de fondo: debilitar a la Unión Europea, desgastada en busca de soluciones económicas y energéticas derivadas de los problemas que plantea la agresiva e injusta política rusa.
Esto no parece, dicen los expertos, que vaya a acabar así, sin más, con un retorno a la vieja cortesía de vecinos que puede que no se lleven bien, que se espíen, pero que nunca pronuncian una palabra más alta que otra y de tirar misiles al patio de al lado ya ni hablemos.
Es en este contexto, tan líquido, en el que se plantean nada menos que los basamentos de la estrategia económica de España y de otros muchos países. Hay quienes parecen encantados de que las previsiones de la UE con respecto al crecimiento español contradigan al optimismo habitual de Nadia Calviño (y de su jefe Pedro Sánchez, desde luego). Y voces opositoras he escuchado que parecen hasta gozarse de que las severas autoridades comunitarias pongan cada vez más dificultades para la llegada de los fondos 'next generation'.
Creo que la actitud a adoptar es precisamente la contraria: sin duda, harán falta sacrificios en pensiones, en consumo energético y hasta en los salarios más escandalosamente altos, para sacar adelante los planes que nos trazan desde Bruselas más que desde La Moncloa. Tampoco estaría de más que desde el Gobierno se diese ejemplo reduciendo gastos obviamente innecesarios, empezando por la propia composición del Ejecutivo.
Solamente desde un europeísmo razonable sofocaremos las tentaciones eurófobas, más que euroescépticas, que anidan en los crecientes populismos. Y ese europeísmo razonable incluye buscar alternativas: ahí está esa grandiosa recepción a la visita oficial a Madrid del emir de Qatar, del 'amo del gas' y, por cierto, de no pocas empresas españolas y señor, dicho sea de paso, del fútbol europeo.
Porque Europa, en su nueva concepción, ha de ampliar sus fronteras, abandonar el eurocentrismo que ha caracterizado siempre a Bruselas, y saber que las grandes soluciones, cuando desde Rusia se ponen tantas cosas en tela de juicio, están en diversificar riesgos, suministros y amigos prioritarios. Que no solo de las relaciones con Estados Unidos vive, o debe vivir, el Viejo Continente.
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