FERNANDO NAVAS TALERO | El Nuevo Siglo
Miércoles, 21 de Diciembre de 2011

¡Que viva Viviane!

"Cada ladrón juzga por su condición”, reza el adagio. A la fiscal Viviane Morales le han salido muchos jueces ad-hoc que piden a gritos su cabeza, achacándole dudas acerca de su independencia funcional a raíz de su matrimonio con Carlos Alonso Lucio, un polémico activista político a quien le atribuyen conductas grises en su pasado, pero ningún cargo concreto en el presente.

A causa del machismo, que no desaparece sino que se transforma, se sigue pensando que el matrimonio se convierte en patrimonio y no en convivencia de pareja sujeta a reglas de respeto e independencia. De ahí que sin empacho se dude del criterio de la señora Fiscal y se pretenda interferir su vida privada, no para censurársela -porque no hay motivo- sino para poner en tela de juicio la rectitud de su gestión pública. Esto, definitivamente, es infame.

El pecado que se le endilga a la señora Viviane es hacer en público lo que le es permitido y claro que está en su derecho y es, además, ejemplar. No acudió ella a la clandestinidad, ocultando su vida afectiva para preservar una imagen pública, como han hecho algunos. No, precisamente ahí está la decencia de su conducta social y la prueba de entereza de carácter y rectitud de principios. A diferencia de muchos de sus críticos, ella no sostiene una relación subrepticia, tiniebla, encubierta o secreta; todo lo contrario, es una unión a la luz del día, como las uniones decorosas de las gentes de bien. Pero a los Savonarolas de última hora esto les parece inconveniente y prefieren la hipocresía de muchos que, si bien no cohabitan con sus intrigantes, sí cambian favores en suculentos almuerzos y convites clandestinos.

En la pasada columna se sostenía que muchas personas decentes no se comprometen con la función pública por temor a la intromisión en su vida privada y es ahí donde el asunto se torna difícil. Resolver el conflicto entre el derecho a la vida privada y la libertad de información no es problema fácil y con mayor razón en esta época de paparazzis que sin reato alguno invaden la órbita de la vida privada de los personajes públicos invocando el derecho a informar.

Juristas de reconocida autoridad se han ocupado acerca de tan intrincada oposición e igualmente la ley ha querido fijar reglas que protejan estos derechos. El derecho a la intimidad forma parte de las declaraciones universales de derechos, sin embargo, hasta ahora la solución está, aparentemente, en el limbo. Quizás el asunto tiene una imbricación política, todo depende de lo que acerca de la libertad se piense. Mejor resulta abordarlo desde el punto de la deontología periodística. Mi padre, que ejerció el oficio toda su vida y era un liberal de raca mandaca, enseñaba que “no se debe sostener como periodista lo que no se puede defender como caballero”. Esta puede ser una posición decente.