GABRIEL MELO GUEVARA | El Nuevo Siglo
Jueves, 29 de Septiembre de 2011

¿Para qué sirve la Vicepresidencia?

Estamos,  otra vez, en medio de polémicas sobre actuaciones de un Vicepresidente. Error grave. El problema no es Angelino Garzón sino la Vicepresidencia. No es la persona sino el cargo. Y no es de ahora, lo ha sido siempre y lo será mientras no desaparezca esa institución, resucitada por la Carta de 1991.
Están comprobados los líos causados por una investidura que coloca a su titular a un latido de corazón de la Presidencia de la República. O, si se quiere expresar en términos prosaicos, a una cáscara de plátano de la Primera Magistratura.
¿Para qué le sirve al país incrustar dentro del Estado a una persona cuyo oficio es sentarse a esperar que otra se muera, se enferme, se embobe o se canse, para correr a ocupar su puesto? En lugares donde la tradición consagra esta figura, el ideal es mantener al Vicepresidente lo más distante posible de los asuntos oficiales o encargarle funciones tan inanes que lo destierren a los desiertos del anonimato.
La Constituyente del 91 resucitó la Vicepresidencia para tener listo un reemplazo del Presidente, elegido al tiempo con él, pensando que de esa manera se podrían combinar las diferentes fracciones de los partidos políticos, protocolizar coaliciones o convocar zonas de opinión más amplias que las militancias partidistas.
La práctica dice lo contrario: rodea de tentaciones a quienes quedan tan cerca del poder y, al mismo tiempo, tan lejos de un acceso rápido. Lo demás viene por añadidura.
Es humanamente comprensible que los presidentes se incomoden con un sucesor que lo sigue como su sombra institucional, y es ingenuo esperar que el Vicepresidente camine sumisamente detrás, sin advertir que cualquier tropiezo de quien va adelante lo convierte en cabeza del Estado.
Esas circunstancias vuelven sospechosos todos sus actos. Si pregunta cómo amaneció el Primer Mandatario parecerá que lo hace con segundas intenciones; y si no pregunta, el superior creerá que se está alejando, sabe Dios con qué propósitos. Si habla con los amigos comunes ¿qué buscará? Si con los adversarios ¿estará conspirando? Y eso sin considerar las intrigas de los áulicos de lado y lado, a quienes el vaho del poder no convierte en consejeros como Tomás Moro sino, más bien, en maquiavelos tropicales.
Si el Vicepresidente aventura una opinión, se le viene el mundo encima. ¿Está de acuerdo? ¡Cállese! Se supone que debe alinearse con el pensamiento oficial. ¿O acaso busca apropiarse de la agenda? ¿Está en desacuerdo? ¡Cállese también! ¿O quiere montar la oposición dentro del gobierno?
El sistema de un Designado, elegido por el Congreso para períodos de dos años, funcionó bien hasta 1991, cuando cayó víctima de una reflexión muy colombiana: si algo marcha bien, cambiémoslo. Sólo que esta vez se cambió por algo que ha demostrado hasta la saciedad ser sumamente malo.
Pero el problema tiene solución fácil. Basta reemplazar la Vicepresidencia, que nunca debió renacer, por la Designatura, que jamás debió morir.