¡Ojalá!
Buena parte de los largos años de violencia la pasamos hablando de paz. Pero la paz no llegó y la violencia creció.
Durante este tiempo la subversión usó los diálogos de paz como un recurso de guerra para sortear momentos difíciles, frenar una ofensiva, lograr un cese el fuego, obtener ventajas políticas, reorganizar fuerzas dispersas, infiltrar milicianos, conseguir despejes territoriales, inflar la imagen internacional y pulir la nacional. Todo eso sin ceder en nada importante, pues de cada proceso de paz la guerrilla sale fortalecida a continuar con las mismas y las instituciones magulladas, sin una idea precisa sobre cómo recuperar el tiempo perdido.
Las conversaciones se reducen a encuentros entre la candidez más ingenua y una aleación de leninismo y malicia indígena, a la cual no le importa la buena voluntad de los gobiernos y le resbala el rechazo popular.
Los mandatarios hicieron todos los esfuerzos imaginables, desde citas reservadas en casas de particulares durante una visita a España, como Belisario Betancur, hasta charlas a la vista del público y discursos ante una silla vacía como Andrés Pastrana. Nada resultó. Las ilusiones de los Presidentes y de la opinión pública se estrellaron contra la ciega confianza guerrillera en su triunfo final y su convencimiento visceral de que el poder nace en la punta de un fusil.
Si la victoria total vendrá inevitablemente ¿por qué contentarse con una ganancia parcial? Si están destinados a dominar el millón ciento cuarenta y un mil kilómetros cuadrados del territorio nacional ¿por qué conformarse con los cuarenta y dos mil del Caguán, así sea una extensión como la de Holanda, Suiza o El Salvador?
Además como el gorgojo de los vicios internos está comiéndose por dentro la estructura estatal, la corrupción interna acelerará el triunfo que la historia considera desde ya ineludible.
Y, por si fuera poco, gobernantes de otros Estados miran con simpatía a nuestra guerrilla, no ocultan su afecto, la invitan a foros y la integran como una porción del socialismo del siglo XXI, les permiten a estos grupos armados guarecerse tras las fronteras comunes con nosotros, acogen a sus jefes, les levantan estatuas y bautizan calles y plazas con sus nombres, rindiéndoles homenajes que no se sabe si nos causan más daño a nosotros o a quienes los promueven y siembran en su propio suelo los gérmenes de descomposición social.
Existen, pues, suficientes motivos de escepticismo, tan grandes que es imposible no verlos, tan explícitos que no caben interpretaciones benévolas y tan repetidos y recientes que no se han olvidado todavía.
Ahora se anuncian nuevas conversaciones de Gobierno y guerrilla, con la mayor reserva, en el exterior y, como siempre, con Cuba rondando y con el Presidente venezolano, cuya salud mejora ante la perspectiva de inmiscuirse, trayendo a rastras a sus socialistas del siglo XXI.
Los colombianos somos amigos de la paz y por eso nos duelen tanto los fracasos para conseguirla. Frente a ese nuevo intento hay que derrochar ánimo positivo, ponerle la mejor buena voluntad y hacer cuanto esté al alcance para que la paz se aclimate entre nosotros. Pero hacerlo reflexiva y seriamente para no graduarnos otra vez de bobos, comprometiéndonos con sinceridad mientras que, para la insurgencia, es una más en la combinación de todas las formas de lucha.
Ojalá este proceso sí resulte bien. ¡Ojalá!