En este brutal contexto, la utilidad de los saberes inútiles se contrapone radicalmente a la utilidad dominante que, en nombre de un exclusivo interés económico, mata de forma progresiva la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza, la libre investigación, la fantasía, el arte, el pensamiento crítico y el horizonte civil que debería inspirar toda actividad humana. En el universo del utilitarismo, en efecto, un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más que una poesía, una llave inglesa más que un cuadro: porque es fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio mientras resulta cada vez más difícil entender para qué pueden servir la música, la literatura o el arte (Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil).
En la glosa pasada escribí, con base en dos textos capitales de Martha C. Nussbam, que la educación humanística y artística se reemplazó por una concepción mercantil de la educación superior que, sin más, abarató la formación humana y, de paso, arrebató a las personas el cultivo de su humanidad, pues, lo reitero, es el contacto temprano e ininterrumpido con las Humanidades y con las Artes una garantía para el desarrollo humano. Por eso, suprimirlas equivale a destruir la adquisición de valores cada vez más altos, más exigentes, más humanos y más espirituales.
El texto de Ordine que usé como epígraje denuncia la decadencia de los valores humanistas en la educación. Texto fascinante que ha logrado, aunque no lo suficiente, una clarividente toma de conciencia por parte de algunas élites intelectuales y facultades universitarias de renombre, y que se suma a una larga bibliografía de acusaciones sobre la transformación negativa de la educación: F. Schiller, J. H. Newman, Ortega y Gasset, Gómez Dávila, H. G. Gadamer, Mario Vargas Llosa, Alasdair MacIntyre, entre otros.
La educación superior actual, en últimas, sustituyó las disciplinas humanísticas y artísticas por cualquier nadería curricular que se pueda vender, y reemplazó a los eruditos, estrictos en sus aulas, por petimetres que conciben la clase como una jornada de recreación y un circo.
Además, relevó a decanos cultos por directores de ventas (como si las universidades fueran centros comerciales), y transformó la pedagogía de la memoria (cada vez más valorada por la neurociencia), en la popular metodología de casos y de juego, que hace prevalecer el imperio de la opinión sobre la ciencia, que desecha el aprendizaje real y que solamente se interesa en “pasarla bien” y tener satisfecho al estudiante, como si este fuera un cliente que debe complacerse a toda costa.
Este mercantilismo fútil olvidó, definitivamente, que la auténtica educación es formación, es decir, un arte por el cual se da forma o se configura la inteligencia mediante la verdad y se modela la afectividad de acuerdo con el bien, para enseñar el arte de vivir, esto es, el oficio de ejecutar y diseñar el propio proyecto vital (la propia vida) y ayudar a orientar la vida de los demás, según un modo de pensar y de vivir profundamente humano.
*Jurista y filósofo