Cuando se habla de “minorías selectas”, la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de esta expresión, fingiendo ignorar que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su promesa esas exigencias superiores. Y es indudable que la división más radical que cabe hacer en la humanidad es ésta, en dos clases de creaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva (Ortega y Gasset, La rebelión de las masas).
En esta glosa vislumbro algunos contenidos de José Ortega y Gasset sobre la barbarie de la superficialidad que he comentado en otros artículos. Y aquí quiero reforzar una idea: no acudo a Ortega y Gasset por azar, sino por una creencia que siempre reitero a mis alumnos y colegas en la academia, y es que el autor de La rebelión de las masas anticipó la barbarie contemporánea con más clarividencia que la mayoría de pares de sus tiempos, y de otros tiempos. Sus estudios sobre cómo la vida inculta capturó todos los espacios en que se desarrollaba lo mejor de la sociedad, explican la decadencia perspicua.
La filosofía del pensador español diferenció dos tipos de hombres: el hombre medio y el hombre culto. Este pertenece a una minoría selecta, afín en elegancia cognitiva. Aquel, en cambio, escasea de cultura intelectual y de escrúpulo social y de obediencia civil. Por lo tanto, abraza la vida panda y repudia la vida culta. Es, básicamente, hijo de la masa: “Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones especiales, sino que se siente como todo el mundo, y, sin embargo, no se angustia, se siente al sabor al sentirse idéntico a los demás” (Ortega y Gasset, Ob. Cit,. p.146). Lo común y lo indistinto, entonces, son características del hombre medio. Lo selecto y lo refinado, del hombre culto. Y el refinamiento, desde cosechas modernas, no es bienvenido en el mundo, como bien lo comprendió José Ortega y Gasset.
Por eso ya solamente se escuchan baladros de bárbaros que, tumescentes de su barbarie, la cargan a todo y a todos: “Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera” (Ortega y Gasset, Ob. Cit,. p.148).
Pero, ¿acaso qué tienen que ver estas reflexiones con la superficialidad? Todo. Ser vulgar es ignorante y ser ignorante es consecuencia de la superficialidad, tal y como lo escribí en la glosa anterior. Pero el aporte definitivo de José Ortega y Gasset a esta modalidad de barbarie es que mostró, como ninguno otro, que el salvaje se envanece de su condición y quiere eternizarla.
Jurista y filósofo