Glosas a la barbarie (XXIV) | El Nuevo Siglo
Domingo, 7 de Marzo de 2021

El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien (Oscar Wilde, De profundis).

 

George Bernard Shaw y Declan Kiberd calificaron a Wilde como “ciudadano de todas las capitales cultivadas”. Tuvieron razón, pues el escritor irlandés fue un erudito de intenso pensamiento, meliflua prosa e inteligente sentido del humor. Por eso su hundimiento es trágico. Me refiero a la tragedia que significó y que significa, para un defensor de las letras y la alta cultura, cederse a la superficialidad. Esto, ciertamente, fue una situación que al autor de La importancia de llamarse Ernesto le entrañó máximo dolor, físico y metafísico, tal y como puede leerse en los escritos de la carcel de Reading, donde Wilde purgó su condena.

De manera que de todas las meditaciones sobre la superficilaidad, las de Wilde son de profundidades infranqueables, hermosuras profusas y aflicciones piadosas. Son, por lo tanto, principios de sabiduría, porque emanan del labro del espíritu, la vivencia sincera y la existencia desnuda.  

Robert Ross bautizó la carta que escribió Wilde en prisión De profundis, por el comienzo del salmo 130: De profundis clamavi ad te Domine. Desde las profundidas es, entones, la misiva que contiene las introspecciones más maduras del esteticista decimonónico sobre la condición humana y, por supuesto, sobre el tema que he venido glosando: la superficialidad.

La narración wildeana escrita en cautiverio ya no está pensada desde el encanto de los salones aristocráticos y sus comodidades, ni acicalada por la vanidad de agradar y lograr audiencias que consintieran su obra y su genio, sino por la necesidad de afirmarse en toda su vulnerabilidad y fragilidad, y de resistir el absurdo doloroso, la penetrante culpa y el desesperante arrepentimiento. De profundis es un testimonio sublime de una vida lograda en lo superior y arruinada en lo superlativo que hace, entre muchos otros análisis, agudas críticas a la superficialidad como vicio supremo, como animalidad y erotonomía irrefrenadas y como destino de muerte y de tedio corruptores del alma.

El 10 de Noviembre de 1896 escribió una petición al ministro del Interior. Allí se lee un pasaje confirmatorio de los estragos que la superficialidad hizo en la vida del creador de El retrato de Dorian Gray y El abanico de Lady Windermere: “De todas las modalidades de demencia, -y el peticionario es plenamente consciente ahora, tal vez demasiado consciente, de que toda su vida, en los dos años anteriores a su ruina, era presa de una locura absoluta-, la demencia del instinto sexual pervertido es una de las más dominantes en su acción sobre el cerebro. Corrompe las energías tanto intelectuales como emocionales. Se aferra al alma y al cuerpo como la malaria”.

Igualmente, en las primeras páginas de De profundis es terminante la ira, por decir lo menos, que generó en Wilde hipotecarle sus sentimientos a un ser superficial: “…Me culpo por doblegarme completamente ante una amistad que no fue intelectual, una amistad cuyo objetivo primario no era la creación y la contemplación de cosas hermosas” (p.98).

*Jurista y filósofo