Hombres en tiempos de oscuridad
Hannah Arendt ha sido una gran pensadora y es autora del libro del que tomo prestado para el título de esta columna. Ella afirma con claridad que cuando se acepta un honor “no solo reforzamos nuestra posición en el mundo sino que aceptamos una especie de compromiso con éste”. Y esto debe seguir siendo cierto sobre todo en la vida pública, porque quien vive del reconocimiento de los ciudadanos -y de los recursos que ellos entregan al Estado de los que se les pagan sueldos y dietas- está obligado a cumplir honestamente con sus obligaciones y a dar todo de sí para justificar el haberse colocado sobre el escenario como modelo de vida ciudadana.
Hay gente buena que se presta para aparecer en la vida pública sin saber del trabajo que debe realizar. Son esos pobres ingenuos que piensan que el número de votos obtenido les otorga inteligencia para gestionar el presente y el porvenir de una comunidad. Algunos de ellos están en las cárceles dando cumplimiento a aquella sabiduría que afirma que “el que inocentemente peca, inocentemente se condena”.
No supieron decir NO a tiempo y hoy lo lamentan. Claro que más grave es el caso de aquellos avivatos que son “parásitos del poder”. Nada de lo que deben hacer hacen pero sí se lucran y usufructúan de todo lo posible e imaginable. Se suben los sueldos, les agregan beneficios, se añaden los automóviles, se clama por la gasolina que se les regala, se declaran dispuestos a administrar y gozar de los bienes que el Estado incauta a criminales reconocidos y se van convirtiendo muchos de ellos -los que no tienen ni raíces ni horizontes éticos- en criminales desconocidos aún por la opinión pero que deben ser puestos al descubierto.
El mal es vital, fecundo y expansivo y se combate tan solo con principios y valores a los que hay que añadir ciertamente “coraje”. En la antigüedad al hablar de aspirantes a la vida pública se les examinaba antes de que siquiera se propusieran a la opinión de la comunidad. Si eran limpios y corajudos se les daba una túnica blanca (cándida) para indicar a todos que ese tal era de confiar; era el “candidato”. ¡El ser humano ejemplar! ¿Cuántos de nuestros hombres y mujeres públicos merecerían hoy portar la “veste cándida”? Lamentablemente son pocos y es preciso urgentemente engrosar ese número. En el Antiguo Testamento se dice que Dios se comprometió a salvar Sodoma y Gomorra si encontraba al menos un puñado de personas honestas. Fueron destruidas.
Hay que ser “luces en tiempos de oscuridad”. De otra manera estamos perdidos. El olvido de Dios, de la universalidad de los mandamientos, nos ha llevado al borde del abismo.
Lamentablemente el “honor” ya no hace parte de ese pensum secreto de la educación ni familiar ni del colegio ni de las universidades. No mentir, no hurtar, no matar, no codiciar: buen ideario para los hombres públicos.