“De adentro hacia afuera, en Totalidad”
Por experiencia propia, sé que cuando emprendemos algo en solitario el trabajo es más difícil y corremos alto riesgo de no cumplir con el propósito. Una de las claves de éxito es trabajar en equipo. ¿Con quién lo hacemos?
El primer equipo que requerimos hacer es con nosotros mismos. Esto parecería obvio, pero con frecuencia lo olvidamos, pues nuestra relación íntima es precaria. La cultura en la que estamos inmersos y la educación tradicional no privilegian que dialoguemos internamente, que abramos espacios en nuestra cotidianidad para estar a solas, no desde la queja y la pesadumbre, sino desde el gozo y la plenitud. La soledad, motivo de canciones y poemas llenos de desesperanza y frustración, es una oportunidad maravillosa para construir una sana relación con nosotros mismos. Cuando digo que yo soy la persona más importante de mi vida muchas personas lo asumen como un egoísmo llevado al extremo, un narcisismo que no me permite ver más allá de mis narices. No hay tal: en sensatez, podemos reconocer una realidad de a puño: la persona con quienes vamos a estar toda la vida, toda, es solo una: yo mismo. Fue la vida propia la que nos comprometimos a vivir antes de encarnar, es el propio cuerpo el territorio perfecto para asumir la existencia, además de ser el único posible. Si bien es frecuente vivir enajenados de nosotros mismos, lo sano es estar en plena conexión interior todo el tiempo. Es este primer equipo fundamental para recorrer el camino de la vida.
Ese equipo natural que necesitamos hacer con nosotros mismos tiene un maravilloso correlato espiritual. Aquí nos encontramos con otro obstáculo: nuestras concepciones sobre Dios, la Divinidad, que en esta tercera dimensión que habitamos son bastante limitadas. Si creemos que Dios es algo externo a nosotros, que está arriba en los cielos lejos de la Tierra, nos estamos separando -bien sea consciente o inconscientemente- de la Totalidad. Por ello es a la vez urgente e importante reconocer que Dios habita en nosotros, que tenemos una chispa divina que nos anima, que hacemos parte de un Todo mayor. Al profundizar en la relación con nosotros mismos, al mantenerla viva en medio de la cotidianidad, estamos también alimentando la relación con Dios Padre y Madre, nos estamos alineando con la creación. Si al mirarnos al espejo vamos más allá de peinarnos, maquillarnos o afeitarnos y reconocemos nuestra propia divinidad, en minúscula, estamos avanzando en la consciencia de conexión con la Divinidad, en mayúscula. Al hacer equipo en forma amorosa y consciente con nosotros mismos también lo estamos haciendo con Dios. En realidad nunca estamos solos: la Divinidad está en nosotros y la podemos evidenciar en múltiples manifestaciones.
Esa conexión con la Totalidad, esa profunda vivencia del amor con nosotros mismos y con el Todo, nos lleva inevitablemente a conectarnos con las otras personas, con nuestras mascotas y nuestras plantas, con el agua que fluye por el río, con la montaña y los árboles, con las rocas y el viento. Es allí, en esa frecuencia vibracional del amor, cuando aparecen las personas adecuadas para hacer equipo. Ello será más exitoso en la medida en que, primeramente, hagamos equipo con la vida.